muerte del espíritu

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Dice Jesús (a María Valtorta):
-Del episodio de la Cena, aparte de la consideración de la caridad de un Dios que se hace Alimento para los hombres, resaltan cuatro enseñanzas principales.

Primera: la necesidad para todos los hijos de Dios de obedecer a la Ley.
La Ley decía que por Pascua se debía comer el cordero según el ritual que había dado el Altísimo a Moisés; y Yo, Hijo verdadero del Dios verdadero, no me consideré, por mi condición divina, exento de la Ley.
Estaba en la Tierra: Hombre entre los hombres y Maestro de los hombres.
Tenía, por tanto, que cumplir, respecto a Dios, mi deber de hombre como los demás y mejor que los demás.
Los favores divinos no eximen de la obediencia y del esfuerzo en orden a una santidad cada vez mayor.
Si comparáis la santidad más excelsa con la perfección divina, la encontráis siempre llena de imperfecciones, y, por tanto, obligada a esforzarse a sí misma para eliminarlas y alcanzar un grado de perfección semejante lo más posible al de Dios.

Segunda: el poder de la oración de María.
Yo era Dios hecho Carne.
Una Carne que por ser sin mancha poseía la fuerza espiritual para dominar la carne.
Y, no obstante, no rehúso -antes al contrario: invoco- la ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esos momentos de expiación encontraría, es verdad, sobre su cabeza, cerrado el Cielo, pero no tanto como para no lograr -siendo Ella Reina de los ángeles- arrebatar al Cielo un ángel para el consuelo de su Hijo.
¡Oh, no para ella, pobre Mamá!
También Ella saboreó la amargura del abandono del Padre.
Pero, por este dolor suyo ofrecido a la Redención, me obtuvo el poder superar la angustia del Huerto de los Olivos y el poder llevar a cumplimiento la Pasión en todo su multiforme rigor (cada uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar una forma y un medio de pecado).

Tercera: el dominio de uno mismo y la soportación de la ofensa, -el acto de caridad más sublime de todos- pueden poseerlo únicamente aquellos que hacen vida de su vida la ley de caridad, que Yo había proclamado; y no sólo proclamado, sino realmente practicado.
No os podéis hacer una idea lo que fue para mí el tener a mi lado, a la mesa, a mi Traidor; el deber darme a él; el tener que humillarme ante él; el tener que compartir con él el cáliz del rito y poner los labios donde él los había puesto y ofrecer a mi Madre que los pusiera.
Vuestros médicos han discutido y discuten sobre mi rápido fin, y lo atribuyen a un daño cardiaco debido a los golpes de la flagelación.
Sí, también debido a estos golpes se debilitó mi corazón, pero ya había enfermado en la Cena, quebrantado, quebrantado en el esfuerzo de tener que sufrir a mi lado a mi Traidor.
Empecé a morir físicamente entonces.
El resto no fue sino un aumento de la agonía ya existente.

Todo lo que pude hacer lo hice, porque era uno con la Caridad.
Incluso en el momento en que Dios-Caridad se retiraba de mí supe ser caridad, porque había vivido de caridad en mis treinta y tres años.
No se puede llegar a una perfección como se requiere para perdonar y soportar a nuestro ofensor si no se tiene el hábito de la caridad.
Yo lo tenía y pude perdonar y soportar a esta obra singular de Ofensor que fue Judas.

Cuarta: el Sacramento obra más cuanto más digno es uno de recibirlo; cuanto más se ha hecho digno de él uno con una constante voluntad que quebranta la carne y hace señor al espíritu, venciendo las concupiscencias, doblegando el ser a las virtudes, tendiendo el ser, cual arco, hacia la perfección de las virtudes, sobre todo, de la caridad.
Porque cuando uno ama tiende a alegrar a aquel a quien ama.
Juan, que era puro y era el que más me quería, recibió del Sacramento el máximo de la transformación.
Empezó desde ese momento a ser esa águila al que le resultaba familiar y fácil la altura en el Cielo de Dios, fácil fijar su mirada en el Sol eterno.
Pero, ¡ay de aquel que recibe el Sacramento sin haberse hecho digno de él, sino que, al contrario, haya aumentado su siempre humana indignidad con las culpas mortales!
Entonces el Sacramento pasa de ser germen de preservación y vida, a serlo de corrupción y muerte.

Muerte del espíritu y putrefacción de la carne, por lo cual ésta «revienta», como dice Pedro (Hechos 1, 18) de la de Judas.
No vierte la sangre, líquido siempre vital y hermoso en su púrpura, sino que esparce sus vísceras, negras de toda su libídine, podredumbre que se esparce fuera de la carne corrompida, como de la carroña de un animal inmundo, objeto de repulsa para los que pasan.
La muerte del profanador del Sacramento es siempre la muerte de un desesperado, y, por tanto, no conoce el plácido tránsito propio de quien está en gracia, ni el heroico tránsito de la víctima que sufre agudamente con la mirada fija en el Cielo y el alma segura de la paz.
La muerte del desesperado es atroz en contorsiones y terror, es convulsión horrenda del alma ya aferrada por la mano de Satanás, que la estrangula para descuajarla de la carne, y que la ahoga con su nauseabundo hálito.

Ésta es la diferencia entre el que pasa a la otra vida habiéndose nutrido en ésta de caridad, fe, esperanza, y de todas las otras virtudes y de toda doctrina celeste, y del Pan angélico que le acompaña con sus frutos -y mejor si es con su presencia real- en el extremo viaje, y el que muere después de una vida bestial con muerte bestial no confortada ni por la Gracia ni por el Sacramento: lo primero es el sereno fin del santo al que la muerte le abre el Reino eterno; lo segundo es la espantosa caída del condenado que siente que se hunde en la muerte eterna y conoce en un instante aquello que ha querido perder, sin poder ya reparar.
Para uno, ganancia; para el otro, ser despejado.
Para uno, alegría; para el otro, terror.

Esto es lo que os dais, según que creáis en mi don y lo améis, o que no creáis en él y lo despreciéis.
Y ésta es la enseñanza de esta contemplación.

Evangelio revelado a María Valtorta

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