DOS CLASES DE MUERTE.

Dice Jesús: DADO A MARIA VALTORTA.
«Dos son las clases de muerte. Lo tengo ya explicado 4 (sobre todo en el dictado del 22 de agosto). Una es la pequeña muerte que os lleva de la tierra y libera de la carne a vuestro espíritu, y la otra la muerte grande que da muerte a lo que es inmortal: a vuestro espíritu. De la primera resucitáis. De la segunda no resucitaréis jamás. Eternamente estaréis separados de la Vida, es decir, de Dios que es vuestra Vida.

«No vayáis en busca de la muerte con los errores de

vuestra vida ni tras la perdición con las obras de

vuestras manos.»

Sobrepujando en estolidez a los animales que, al obedecer la norma del instinto, saben ser ordenados en la comida, en sus uniones, en la elección e cobijos, vosotros, con vuestras continuas desobediencias al orden natural y sobrenatural, os causáis muchas veces la muerte, tanto la primera como la segunda, a vosotros mismos. Intemperancias, abusos, imprudencias, modas necias, placeres, vicios, como otras tantas armas manejadas locamente por vosotros, causan la muerte a vuestra carne. Y vicios y pecados matan asimismo vuestra alma. Por eso os digo: «No vayáis en busca de la muerte con los errores de vuestra vida ni tras la perdición con las obras de vuestras manos.»

Dios, que todo lo creó, no creó la muerte

Ya os lo dije(23 de septiembre): Dios, que todo lo creó, no creó la muerte. Obra suya es el sol que esplende desde hace millares de siglos; obra suya el mar contenido en sus límites sobre un globo que gira por los espacios; obra suya la infinidad de estrellas que hacen que el firmamento semeje un espacio por el que se hayan desparramado las perlas de un inmenso cofre abierto; obra suya los animales y las plantas: desde los colosales elefantes y baobabs hasta los más endebles, como son la liviana hebra del musgo y el efímero mosquito del fresal; obra suya vosotros, los hombres, de corazón más duro que el jaspe y de lengua más afilada que el diamante formado y sepultado por el Eterno en las entrañas del suelo, de pensamiento más negro que el carbón formado en los estratos terrestres por descomposición operada a lo largo de milenios, de inteligencia poderosa como águila en los espacios, pero de voluntad obstinada y rebelde como la de una mona.
Mas no creó la muerte. Esta se generó de vuestros esponsales con Satanás. Adán, vuestro padre en el tiempo, la engendró antes que a su hijo y lo hizo aquel día en que, débil ante la debilidad de la mujer, cedió a la voluntad seducida de ella y pecó donde antes nunca pecara, pecó bajo el silbido de la Serpiente y las lágrimas y el sonrojo de los Ángeles.
Pero la pequeña muerte no supone un gran mal cuando con ella, cual hoja que completó su ciclo, cae tan sólo la carne. Es, por el contrario, un bien puesto que os lleva al punto de donde vinisteis y en el que os aguarda un Padre.

Como no es obra de Dios la muerte de la carne, tampoco

lo es la del espíritu

Como no es obra de Dios la muerte de la carne, tampoco lo es la del espíritu; antes al contrario, cuando ya estabais muertos, envió al Resucitador eterno, a su Hijo, a daros Vida. El milagro de Lázaro, el del joven de Naín y el de la hija de Jairo no suponen gran cosa. Estaban dormidos y los desperté. Grande, en cambio, es el milagro cuando, de una Magdalena, de un Zaqueo, de un Dimas, de un Longinos, muertos en su espíritu, hice «vivientes» en el señor.
¡Estar vivos en el Señor! No hay cosa que supere a ésta en belleza, en deleite, en duración y en esplendor. Creedlo así, hijos y haced por estar «vivos». Vivos en Dios Uno y Trino, vivos en el Padre, vivos para toda la eternidad.
Vosotros que llamáis infierno a la tierra a la que, ciertamente, habéis hecho infernal con vuestros métodos feroces, siendo como es ella un paraíso en comparación con la morada de Satanás, no deis a vuestro espíritu el infierno por meta final sino dadle por meta a Dios que es Paraíso para vuestro espíritu y dejad el infierno para el infierno, para los condenados, para los malditos que rechazaron la Vida, manjar repugnante para su corazón de pervertidos que acogieron la muerte de la que se habían hecho perfectamente merecedores.
Si todo acabase en la tierra, aún sería poco mal el aparecer malvados durante escaso tiempo pues los hombres lo olvidarían pronto ya que el recuerdo es como nube de humo que presto se desvanece. Mas no lo es todo la tierra. El todo se halla en otro lugar. Y en ese «todo» habréis de encontraros con lo que realizasteis en la tierra.
Nada escapará al juicio, tenedlo en cuenta, y no dilapidéis demencialmente los bienes que Dios os entregó, antes bien hacedlos fructificar para vuestra inmortalidad. No mueren quienes vivieron en el Señor. Cuanto aquí abajo fue dolor, humillación y prueba, se cambiará para ellos en premio, en triunfo y gozo en el más allá.

Ni penséis que Dios sea injusto en la distribución de los

bienes de la tierra y duración de la vida

Ni penséis que Dios sea injusto en la distribución de los bienes de la tierra y duración de la vida. Quienes así piensan son los que viven apartados de Dios. En cambio, para los que viven en el Señor, las privaciones, las penas, las enfermedades, la muerte precoz son motivos de satisfacción ya que en todo ven la mano del Padre que les ama y no puede darles sino cosas convenientes y buenas; las mismas que, en fin de cuentas, me dio a Mí, su Hijo.
A ellos, proyectados ya fuera de este mundo, tan sólo les preocupa y desean la gloria de Dios; y Dios les revestirá de gloria para toda la eternidad.
Los malvados serán olvidados o recordados tal vez con horror. En cambio a los santos, a los justos, a los hijos de Dios se les tributará culto duradero y santo porque el Señor atiende a sus bienamados y no sólo se cuida de darles la felicidad en el Cielo, esto es a Sí mismo, sino que hace también que los hombres les tributen honor verdadero haciendo que brille, como una nueva estrella, ante los ojos y la mente de los hombres, el espíritu de cada uno de los santos.»

C. 43. 486-488

A. M. D. G.

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