HOMBRES JAMAS DEBEIS SER INFIELES.

Dice Jesús: DE LOS ESCRITOS DE MARIA VALTORTA.

«No, no te lamentes ni te disgustes como si hubiérase producido una cambio de amor por tu parte. Esto no es disminución sino aumento. Te hablo a ti y a cuantos espíritus se consagraron del todo a Mí encontrándose en tu mismo camino. Son aquellos sobre los que mi vista descansa consolándose de todas las infamias que veo cometerse en la tierra.

Cuando uno dio fin a un trabajo duro, desconsolador y hasta repugnante, ¿por ventura no encuentra satisfacción respirando aire puro y contemplando un deleitoso prado verde y florido? Los pulmones se dilatan, la vista descansa y la mente se recrea. Parécele renacer con ello.

Lo mismo acaece a vuestro Jesús, ¡tan dolido, tan disgustado por tantos! Pensad que soy la Bondad y el Amor, recibiendo, a cambio, ofensas y odio de continuo, y que debo usar el rigor para castigar a los culpables. Esto me agobia más que el llevar la cruz. No es que ignorase entonces que moría inútilmente para muchos. No lo ignoraba. Pero a lo que Yo me refiero es a la fatiga corporal y del momento. Esta otra, en cambio, es fatiga continua y del espíritu. Los culpables causan fatiga al espíritu de Dios. Recapacitad sobre esto y comprenderéis cuán grave sea la culpa que es capaz de producir cansancio a un espíritu perfecto como es el de Dios. Por el contrario vosotros, mis predilectos, me proporcionáis descanso.

Escucha esta parábola que es para vosotros.

El hombre que ama a una mujer

Se trata de un hombre que ama a una mujer. La vio hermosa, dijéronle que era buena, pura y modesta, llegando a nacerle un afecto en el corazón y con el afecto, la esperanza de poder llegar a tener por esposa a aquella mujer haciendo de ella la perla de su hogar.

Hácese presentar a los padres para pedirles su joven hija. Ellos se la conceden y entonces él con mil atenciones trata de conquistar su afecto, pues el suyo es ya un amor desbordante y quiere llevar al mismo grado de amor a su amada. Cuantas veces va a donde ella, le lleva lo que conoce ser de su agrado. Cuando se encuentra lejos piensa en lo que podría llevarle, y si se marchó del pueblo le escribe para decirle lo que de palabra no le es posible; y, no bien torna al lugar, corre a donde ella. No le cuenta las propias penas que, por no afligirla, las deja tras de la puerta, pues para él es ya suficiente consuelo ver el rostro sonriente de su amada.

Así va transcurriendo el tiempo que vosotros llamáis «noviazgo» y nosotros, los hebreos, «esponsales» que, aun no siendo enlace consumado, era, en el fondo, un noviazgo oficial rigurosísimo hasta tal extremo que la mujer tomaba el nombre de «viuda» si moría el esposo antes de consumar el matrimonio dejándola virgen.

Ahora bien, llega por fin el momento en el que la mujer deja la casa paterna y entra en la del esposo para ser «una sola carne con él» conforme al mandamiento antiguo (Gn 2, 24) y para siempre, según mi nuevo mandato que dice: «Lo que Dios unió no puede, por motivo alguno, separarlo el hombre» (Mt 19, 5-6). Porque separar equivale a incitar al adulterio y el pecado de adulterio lo comete no sólo el que peca materialmente sino también el que produce las causas del pecado poniendo a una criatura en trance de pecar.

 

esto, no sólo para los maridos que abandonan a sus mujeres

 y para las mujeres que se separan de sus maridos

sino también para los padres de unos y otras que…

Y vaya esto, no sólo para los maridos que abandonan a sus mujeres y para las mujeres que se separan de sus maridos sino también para los padres de unos y otras que, con perversa intención y egoísmo, meten cizaña entre dos cónyuges; o para esos mendaces amigos de casa que, con embustes o, simplemente, azuzando tal vez su mal humor que, de no hacerlo, desaparecería, forjan fantasmas entre los esposos capaces de hacer insoportable la convivencia.

En verdad os digo que si los esposos acertasen a vivir aislados dentro del cerco de su mutuo afecto y del amor a sus hijos, el 90% de las separaciones no se producirían, puesto que los mismos motivos de incompatibilidad que se aducen para obtener una separación entre cónyuges se dan en toda convivencia: entre padres e hijos, entre parientes, entre hermanos y hasta entre amigos que se hayan juntado, no dándoles tanta importancia como para llegar a una ruptura. Y ésta, en cambio, que es una unión indisoluble en cualquier evento, la rompéis con la mayor facilidad.

Jamás deberíais ser infieles, jamás

Jamás deberíais ser infieles, jamás. Ahora bien, el único motivo posible de separación, mirado, no desde mi punto de vista sino del vuestro, sería un punto de vista natural, ya que el sobrenatural viene a decir: «Si uno de los dos faltó, el otro tiene doble deber de ser fiel a fin de no privar a la prole del afecto y respeto debidos. Afecto de los padres hacia la prole y de ésta hacia los padres. Y aquel o aquellos que, no sabiendo perdonar, alejan al culpable quedando solo, difícilmente después sabe éste continuar solo y pasa, a su vez, a amores ilícitos cuyas consecuencias se vierten sobre el inmediato presente de los hijos y sobre su moralidad futura». Por eso digo Yo: «No le es lícito al hombre, por motivo alguno, no les lícito al cristiano separar lo que un Sacramento unió en el Nombre de Cristo».

Mas Yo no quiero hablarte a ti de eso. Quiero hablarte a ti, alma mía que estás unida, no a un hombre sino a Dios con ofrenda de caridad que Él aceptó, y quiero hablar asimismo a las almas hermanas tuyas en el amor total hacia Mí.

Cuando la esposa deja al fin la casa paterna convirtiéndose en mujer de aquel a quien ama, sube a un grado mayor de amor. No son ya dos que se aman. Son uno que se ama en su doble. El uno se ama a sí reflejado en el otro porque el amor los estrecha con un nudo tan apretado que el gozo anula la personalidad, gozando dos individualidades de una única dicha.

Corresponde esto a los dos primeros períodos

de los esponsales místicos

Corresponde esto a los dos primeros períodos de los esponsales místicos. Primero sois amadas y os aficionáis al Dios que os ama. Después penetráis en un amor más subido disfrutando de sus goces que vienen a ser vuestros. Mas ésta no es la perfección de la esposa. Ya te lo dije (13 de febrero) y te lo repito ahora contestando a tu porqué. «¿Por qué ahora no tienes ya aquellas palabras de tan segura paz y de tan firme promesa con las que Tú me habrías disipado ciertos dolores?» has llegado a decir poco ha al releer las páginas de octubre.

¡Oh María! ¿Por qué? Porque te he llevado más alto.

Los hombres me acusan de repetirme en lo que digo. Pero bien, si he de repetirme contigo que estás en plena tensión escuchándome y me pareces un pajarillo en su nido con la boca del todo abierta a la espera del alimento que le trae su padre –y tu alimento es mi palabra– ¿cómo no habré de repetirme cuando hablo para quienes no me prestan atención? Una, dos, cien, mil veces tengo que repetir las mismas verdades si he de conseguir que una partecita de las mismas penetre en su corazón y suscite en vosotros una luz. Si pues más tarde esa luz se apaga, no es mía la culpa ni pueden tampoco culparme de su ceguera.

considerad, padres, vuestro poder

Y ahora te digo: Una vez que ya pasó el período exaltado del amor, éste madura en una virilidad digna y, de un hombre y una mujer, simples habitantes de la tierra poco ha y después una sola carne, hace un padre y una madre que se aman inclinados sobre una cuna y se miran diciendo, diciendo como dijo Dios al contemplar al hombre (Gn 1,26): –considerad, padres, vuestro poder– «Hemos hecho una criatura que es eterna, que es de los Cielos, que es de Dios». Tal es el destino del hombre y, si su malevolencia no lo desvía, tal es a mí mismo su meta gloriosa. Mas, llegados a esta perfecta unión, ¿no se convierte acaso la esposa en madre, hermana y amiga de su consorte?

¡Oh, dulce consuelo para el hombre es aquella mujer que sabe amarle con tal perfección que pueda él depositar en ella todos sus pensamientos con la seguridad de que los ha de comprender y consolar!

¡Oh, bendito aquel hogar en el que la santidad del Sacramento vive en el verdadero sentido de la palabra produciendo una inexhausta floración de actos de amor! Amor, no tanto de carne cuanto de espíritu. Amor que perdura y crece más bien a medida que pasan los años y se acumulan los afanes. Amor que es verdadero amor, porque no se limita a amar por el goce que proporciona sino que se hace cargo de las penas del cónyuge para llevarlas consigo aliviándole de su peso.

¿Acaso se aman menos dos que lloran juntos que dos que se besan sonriendo? No, María; antes se aman más. El hombre demuestra que estima mucho a su mujer cuando el confía todo su interior en demanda de consejo y de consuelo. La mujer demuestra amar mucho a su hombre si sabe comprender sus pensamientos y si con buen deseo le ayuda a sobrellevar sus preocupaciones. No serán ya besos ardientes ni palabras poéticas, pero serán caricias de alma a alma y palabras secretas que se murmuran los espíritus comunicándose el uno al otro la paz del verdadero amor, del verdadero matrimonio.

Pues bien, alma mía, ahora te encuentras en esta fase. Con tu amor fundido con el mío me has dado a luz hijos. Los hijos que me has dado son todos aquellos que me han conocido mejor a través de tu amor operante. Los conocerás un día y te gozarás de ello.

Ahora que Yo te amo tantas veces más 

por cada hijo que me has dado;…

Ahora que Yo te amo tantas veces más  por cada hijo que me has dado; ahora que sé que tú me amas hasta el punto de querer cargar sobre ti la cruz de mis intereses porque la gloria de tu Señor te apremia más que tu propia vida, he aquí que Yo me comporto contigo como Esposo que está seguro de su esposa. No te muestro ya únicamente mi sonrisa sino también mi llanto. No te acaricio ya con rosas sino que estampo rosas de sangre sobre tu corazón apoyándolas contra mi frente coronada de espinas; no te beso ya con mis labios untados de miel y de vino sino con mi boca amargada con el vinagre y la hiel que fueron mi último estertor. Si te trato así es porque te considero «mujer fuerte» (Proverbios 31, 10-31) en el sentido bíblico de la palabra.

¡Oh, qué descanso supone para Mí tener de estos corazones! Vosotros, generosos, que sabéis amar, dádselo al eterno Mendigo que va pordioseando amor y no recibe sino indiferencia y ofensas. Dámelo, María, y no temas por su pérdida. Si tuvieses alas de ángel subirías menos rauda que no lo haces con las alas de tu generoso amor».

Para que lo entienda, la frase mía que dio motivo al consuelo de Jesús, se produjo así:

Estaba releyendo las encendidas páginas de octubre último (13 octubre 1943), aquellas en las que Él me prometía que vendría presto a tomar a su paloma y decía: «Cuando llegue la primavera a nuestra comarca y se oiga el cantar de la tórtola, entonces vendré». Así pues, yo lo esperaba tanto, que no tenía miedo alguno a morir, antes lo deseaba.

«Mas ¿por qué?», le decía esta mañana recordando su promesa y sintiendo írseme por momentos la vida como agua de vaso roto –e írseme en una desolación tal, en una tal soledad, que resultaría menos cruel si fuese en un desierto, e írseme asimismo con el sentido que aquí se me debilita aún más rápidamente que el organismo, el cual ciertamente va a su fin y sólo yo sé cómo marcha a su fin en este clima que me hace enloquecer debido a la presión barométrica, deletérea para un enfermo de mis condiciones, y por la debilidad del cuerpo cada vez más desnutrido al no poder asimilar los alimentos que he, por tanto, de suspender– «por qué», le decía, «no me tomaste antes del… no puedo menos de llamarlo: malditísimo 10 de abril? (Día en que llegó a saber que sería obligatoria la evacuación de los ciudadanos de Viareggio). Aunque fuese con mil torturas, pero… antes de aquel día; con la carne enrojecida por un cáncer, pero… así no. Y aún no ha terminado. ¿Es posible que Tú, que siempre me escuchaste para los demás, para todos los demás grandes y pequeños, buenos y malos, creyentes y ateos, no me hayas querido escuchar para mí? ¿Por qué?»

Es el estupor que renace de continuo en mí

por la negativa de Dios a esta gracia que habíale pedido,…

Es el porqué que me taladra mente y corazón. El porqué al que no se le ha dado una respuesta que proporcione paz a mi yo de forma que no tenga ya que preguntar más este porqué. ¿Por qué? ¿Por qué? Es el estupor que renace de continuo en mí por la negativa de Dios a esta gracia que habíale pedido, esta sola para mí tras haberle yo dado todo. ¡Una gracia! ¡Una única gracia para mí!

Está justificado mi estupor porque sé cuán bueno es, habiéndolo experimentado con todos y conmigo misma. Con todos, puesto que siempre me dijo «Sí» en cuantas gracias pedía para los demás. Y conmigo, por tantas caricias que ha recibido mi alma. Mas en esto no me ha querido escuchar. De ahí mi dolido estupor que no pasa ni puede pasar antes grita cada vez con más fuerza conforme va pasando el tiempo y siento más cercana mi muerte con el pensamiento de que, con toda probabilidad habré de expirar fuera de mi casa.

Hace ya nueve años que Jesús me exigió a mi padre ((José Valtorta, suboficial de caballería, que nació en Mantua el año 1862 y murió en Viareggio el 30 de junio de 1935); y con qué dolor pronuncié el «sí», sólo Él que ve mis lágrimas de todos los días y percibe los gritos con que, de continuo, aún llamo: «¡papá, papá!», lo puede saber. Y aquí las lágrimas son todavía más amargas. El 3 de junio de 1943, hace un año, me reclamó a mi madre (Iside Fioravanzi, profesora de francés, que nació en Cremona el año 1861 y murió en Viareggio el día 4 de octubre de 1943) y únicamente Él sabe con cuántas lágrimas se la entregué. Los demás lo ignoran, ya que lloro cuando ellos duermen, comen o piensan que yo esté haciendo otro tanto. Ahora bien, allí lloraba con paz; mas aquí, no. No, no tengo consuelo alguno.

No, queridos. Si mi caridad hacia el prójimo os ahorra la vista de mi dolor, sabed todos: cercanos y alejados, que aún lo tengo tan vivo como cuando supe que mi madre había de morir, sufriendo la agonía de la orfandad con una antelación de cuatro meses antes de que efectivamente se produjese y ese dolor lo tengo siempre fresco y urente como herida recién abierta. Y aquí más urente que nunca.

Pero yo quería morir allí, allí, allí donde ellos murieron y en donde, como pudieron, me amaron y yo les amé mucho, ¡oh!, mucho más que a mí misma. Quería morir allí en donde, al menos encontré un guía en usted, Padre, y había tantos recuerdos de Jesús. Aquí soy una caña agitada por el viento, no habiendo nada que me sostenga ni siquiera el recuerdo y el eco de Jesús, porque aquí no es como allá. Oigo las voces, siento incluso las caricias (muy de cuando en cuando, allí eran continuas) pero… verlo para mí (lea el 7-6, cuaderno negro II) una sola vez, no pudiendo, por otra parte, tener presente su aspecto, antes, quitado Dios, todo lo demás queda reducido al viento que agita y quiebra la pobre caña…

Mas es también para que no seas Tú sólo el que me torture, que te digo: «Compadécete, no me hagas conocer el fango; no me hagas sentir más su nauseabundo sabor. A Ti, sólo a Ti te quiero. Quiero seguir diciendo continuamente: Dios s bueno. Quiero seguir diciéndolo, cosa que ya no podría hacer si un golpe excesivamente cruel destruyese la inteligencia que Tú le diste y que quiere permanecer cabal para comunicarse contigo y repetir lo que Tú me dices».

Hoy es miércoles, el día de la semana dedicado a los desesperados. Sin duda estoy sufriendo por ellos para librarles de su tortura… Si así es… Basta que mañana no sea como hoy. Es como si una serpiente se me hubiera enroscado ahogándome con sus espirales viscosas y frías.

¡Oh, esperanza, esperanza!, nunca te apagues en el corazón de los hombres. No hagas de los hombres, brutos, al quitarles tu luz que es inteligencia, fe, paz y acceso a la casa de Dios, al Reino de Dios.

466-474

A. M. D. G

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