A MIS SACERDOTES.

«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXIX: EL SACERDOTE TRANSFORMADO REFLEJA AL PADRE

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo

a sus hijos predilectos

LXXXIX

EL SACERDOTE TRANSFORMADO REFLEJA AL PADRE

He aquí otra prerrogativa insigne que llevan en sí mismos mis sacerdotes, sin que piensen en ella; y ciertamente es un pensamiento atrevido por su grandeza y sublimidad, pero no por eso deja de ser real; porque el amor realiza cosas estupendas que el espíritu humano no puede ni sospechar.

Verme a Mí y ver al Padre es la misma cosa; porque el que me conoce a Mí, conoce a mi Padre, de quien tengo no sólo la semejanza, sino la misma naturaleza divina. Yo estoy, por decirlo así, saturado de amor del Padre; y el Padre y Yo somos una misma cosa. Y aun cuando Yo procedo de Él, soy una misma cosa con Él, en cuanto Dios, porque Él y Yo, con el Espíritu Santo, sólo somos un solo Dios, una sola unidad, una única Divinidad.

Pues bien, si Yo estoy en el Padre, y el Padre está en Mí, si verme a Mí es ver al Padre, si sólo Yo lo puedo dar a conocer, si el que me conoce a Mí, lo conoce a Él; se deduce que, si los sacerdotes son otros Yo, por su transformación en Mí, participan de lo que Yo participo; ellos, en cierto sentido, también representan a mi amado Padre, porque se le comunica esa unidad de la Trinidad por la que no pueden separarse las Personas Divinas en el fondo de su esencia, en la unidad de su sustancia, en la única e indivisible Divinidad que poseen.

Por tanto, un sacerdote transformado en Mí, tiene que reflejar al Padre; y a medida de esa transformación, tendrá más parecido con el Padre, más unión con el Padre, será más padre con las almas, y las almas verán en él, por Mí, al Padre y conocerán más al Padre; porque conociéndome a Mí, en ellos, conocerán a mi Padre.

¡Oh! Hemos llegado al punto culminante que Yo quería para honrar a mi Padre, para glorificar al Padre en mis sacerdotes. Extender la gloria del Hijo es extender la del Padre; asemejarse al Hijo es asemejarse al Padre: tomar el parecido del Hijo es tomar el parecido del Padre, es reflejar al Padre, identificarse con el Padre, es ¡ser padre!

Y no es que mis sacerdotes sean el Padre; pero sí que siendo Yo, pareciéndose a Mí, se parezcan al Padre y den a conocer la hermosura del Padre, la Divinidad del Padre, y los rasgos de su unidad con el Hijo, por el Espíritu Santo, por el amor que une, que difunde esa única fisonomía divina, la misma del Padre en el Hijo, la misma del Hijo en el Padre.

Y llegar a ese extremo santo es mi más ardiente anhelo, que las almas se acerquen a mis sacerdotes transformados en Mí, y que me vean y me contemplen a Mí en ellos, y en ellos –en Mí- al Padre, conozcan su belleza y se internen muy hondamente, muy profundamente, muy íntimamente en su Divinidad, para adorar al Hijo, y en el Hijo al Padre, movidos por el motor divino, el Espíritu Santo, que impulsa a lo divino.

Y así, en cada sacerdote transformado en Mí tendrá gloria mi Padre, y Yo, la felicidad más grande para Mí, que es ver honrado a mi Padre celestial.

¡Si Yo, como hombre, soy sólo escalón para llegar al fin, y ese fin –mi Padre- es a la vez el principio de todas las cosas, el alfa y la omega de cuanto existe!

Yo, como hombre, a eso vine al mundo, a llevar almas hacia mi Padre, a orientarlas hacia la unidad de las Divinas Personas, a sublimar sus anhelos, a levantarlas de lo terreno hacia lo divino, a ser el divino medio que uniera la tierra con el cielo. Y mi amor era y es mi Padre, de quien llevo el parecido, la imborrable fisonomía divina; y por eso mismo, el que me conoce a Mí conoce a mi Padre.

Pues este altísimo fin quiero y pretendo al ansiar esa consumación transformante de mis sacerdotes en Mí; que reflejen la imagen sacrosanta y bendita de mi Padre, al parecerse a Mí.

Por tanto, ya se comprende más el por qué los quiero perfectos como mi Padre celestial es perfecto; para que no desvirtúen esa Belleza, esa Hermosura divina, para que no la manchen ni con el menor soplo de tierra. ¡Cómo deben protegerla, cuánto deben cuidarla, cómo deben evitar que esta santísima fisonomía de mi Padre celestial se desvirtúe por su culpa en las almas!

Y esto realmente no es una novedad, puesto que toda alma lleva el reflejo de la Trinidad en sí misma y el sello de la unidad. Pero en el sentido en que voy hablando, ese parecido del sacerdote con mi Padre, por su transformación en Mí, es gracia aparte; es gracia incomparable de elección, es el broche de oro, la quintaesencia de mi amor hacia Él.

Por esto mismo, ya se puede comprender lo que me duelen las faltas de mis sacerdotes, sus pecados e ingratitudes, su indiferencia y frialdad, que me causan mil heridas en mi alma; ¡porque al despreciarme a Mí, desprecian a mi Padre, y evitan el conocimiento de mi Padre, la honra de mi Padre, el amor a mi Padre!

¿Se dan cuenta mis sacerdotes de qué manera tan profundo penetro hasta el secreto más íntimo de los corazones sacerdotales? Cuántos sacerdotes han pasado por alto esas delicadezas de mi Corazón, que constituyen un deber para ellos, una omisión incomparable con la que quitan gloria, conocimiento y amor a mi Padre, por su falta de transformación en Mí, por no ser otros Yo para dar a conocer al Padre en Mí y en ellos; porque el que me conoce a Mí, conoce a mi Padre; y el que conoce a un sacerdote transformado en Mí, igualmente conoce a mi Padre.

¡Oh, y qué sublimidades son éstas que sólo pueden haber sido concebidas por el amor infinito de todo un Dios! Y en resumen, esto no es más que un matiz de la unidad del Padre en Mí, de Mí en el Padre, y de los sacerdotes en Mí, y de Mí en ellos.

¿Y cuál es la fisonomía de mi Padre? ¿No la adivinan? Es la misma Mía; la que encierra toda la belleza, creada e increada: ¡EL AMOR! ¿Cómo había de separarse el Amor, la Persona del Amor, del Padre y del Hijo? ¡Imposible! El Amor es la fisonomía del Padre, la Hermosura del Padre, la Belleza del Padre. Pero por la belleza creada –mi Humanidad santísima- puede subirse a la Belleza increada; porque nadie conoce al Padre, si Yo mismo no lo enseño, no lo descubro, no lo doy a conocer.

Mi Padre es la perfección, es la unidad por esencia, es la Santidad misma, ¡es el Amor!

Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí; y el mismo Amor que todo lo ilumina, que todo lo matiza, que a todo le da vida, que es el Espíritu purísimo, fecundísimo, santísimo, nos enlaza eternamente y circula –por decirlo así- por las arterias divinas. ¡Amor, amor, y sólo amor, aquilatado en perfumes, en armonías, en conocimiento, en sabiduría, en inmensidad, en poder, en fecundidad, en unos deleites que en la tierra no se pueden comprender y de los cuales muchos están reservados sólo a la Divinidad!

Es éste otro secreto: el que se transforma en Mí, no sólo lleva la fisonomía de mi Padre en lo divino, sino que recibe una luz superior, una luz sobrenatural, con la que me ve más perfectamente a Mí, me conoce más; y al conocerme conoce a mi Padre, se le abren las puertas y su conocimiento, y lo enajena su hermosura y lo absorbe su Divinidad.

Porque nadie puede acercarse a Dios sin sentir la atracción de Dios que lo aspira, que lo pierde en Él; y en esa feliz pérdida del alma en Dios, ahí ve y conoce, ahí palpa y siente el alma con mayor o menor intensidad lo divino. Porque para dar a Dios hay que estar impregnado de Dios. Y por eso mismo las almas ven a Dios en los sacerdotes transformados en Mí; porque ellos están antes afocados a Dios, abrasados por Dios, aspirados por Dios y perdidos en Dios, por los grados de su transformación en Mí.

Esta es una hermosa lección que hoy quise dar a mis sacerdotes, una nueva luz, un conocimiento más de mi infinito amor hacia ellos; el elevarlos a la sublime altura del mismo parecido con la Divinidad, por medio de mi cocimiento, por el escalón de Jesús al Padre, del hombre Dios a la Divinidad de Dios.

Los sacerdotes que estas páginas mediten, que en estos misterios ahonden, si humilde y amorosamente los reciben, encontrarán luces y gracias jamás imaginadas; conocerán deficiencias y culpas hasta entonces desconocidas, y una gratitud sin límites a mi amor infinito, cuya magnitud nunca alcanzarán a comprender en la tierra.

Aquí está el secreto atractivo de los santos; en su parecido conmigo, en el conocimiento de mi Padre, en su amor a la Trinidad. Y esto que he explicado es la meta, el punto culminante de su transformación en Mí; porque en mi Padre está la consumación de todas las cosas, de todos los amores, y amor es la transformación, y amor es el sacerdocio, y esa consumación en el Padre-en cuanto es posible en la tierra- tendrá su perfección en el cielo por toda la eternidad.

Sólo el que me conoce a Mí puede darme a conocer a las almas; sólo el que conoce por Mí a mi Padre, puede darle honra y gloria en las almas.

Pues bien, que vengan a Mí todos los sacerdotes, que me conozcan como hombre y como Dios que soy. Que se enamoren de Mí y pasen por Mí al conocimiento que les traerá la felicidad en la tierra y les asegurará el cielo. Mi Padre, no tan sólo me verá a Mí en ellos, sino que se verá a Él en ellos; y ya he dicho que su reflejo es Él mismo; y cuando esto llegue a suceder, cada corazón sacerdotal será un cielo, porque estará absorbido por la Divinidad y endiosado en el mismo Dios; que hasta esa altura tiene que estar por derecho y por justicia mis sacerdotes que son otros Yo, que reflejan en sí mismos el parecido del Padre, a la misma Divinidad.

¡Qué prodigios realiza el amor; hasta dónde alcanza, hasta lo más alto, hasta lo más sublime, hasta el Padre mismo, y cómo también de Él nace la vocación sublime del sacerdote que salió del Padre y vuelve al Padre, después de realizar por Él, con Él y en Él, su misión de paz de unión y de caridad en la tierra!

Hasta allá llega la transformación de los sacerdotes en Mí; esa transformación implica el conocimiento de Mí; y el que me conozca a Mí, conocerá a mi Padre; y el grado que alcance ese conocimiento de Mí, será el grado que alcance el alma sacerdotal en el conocimiento de mi Padre.

¡Yo sí que le conozco en toda su extensión y profundidad, en todos sus atributos, en todas sus excelsitudes, en el fondo de su infinito amor!

A Mí me ama mi Padre como a su Hijo unigénito, engendrado por Él desde la eternidad; pero también me ama con ternísimo amor, como hombre, Redentor y Salvador, con cuyos títulos lo honro y lo glorifico, con igual honra y unidad con las que Él se glorifica a Sí mismo, en la unidad del Espíritu Santo, en cuanto que los tres formamos una sola y purísima Divinidad”

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXVIII: AMAR EN ESPÍRITU Y EN VERDAD

Mensajes de Nuestro Señor

Jesucristo a sus hijos predilectos.




LXXXVIII

Amar en Espíritu en Verdad

Y las almas, al ver los ejemplos de mis sacerdotes santos, sus virtudes, su caridad inagotable como la Mía, sus obras todas de santidad, más me amarán. Y mis sacerdotes lograrán que se conviertan y santifiquen; y con esto más glorificarán a la Trinidad, se les hará transparente el velo que oculta a la Divinidad, conocerán más hondamente al Padre, lo glorificarán en todas sus acciones y crecerá su amor filial a la adorable voluntad del Padre celestial, siempre amorosa y justa.

Entonces mi Padre será honrado, será amado, será glorificado en espíritu y en verdad; porque los sacerdotes santos transformados en Mí comunicarán a las almas el espíritu de Verdad del que estarán llenos, y entonces -¡oh ilusión del Dios-Hombre!- los sacerdotes y las almas amaran al Padre en el Espíritu de amor con que Él mismo se ama y con la Verdad, que soy Yo, unida a ese mismo Espíritu Santo.

Ésta será la manera perfecta de amar al Padre en espíritu y en verdad; en espíritu, con mi mismo Espíritu, el Espíritu Santo que me anima; y en verdad, en el espíritu, con mi mismo Espíritu, el Espíritu Santo que me anima; y en verdad, con la Verdad que soy Yo, el Verbo Sabiduría, el Verbo Luz, el Verbo Palabra, el Verbo Vida, engendrado por el Padre en el árbol santo del amor, que es el seno del Padre, árbol eternamente fecundo, en donde se produce toda vida, toda luz y de donde procede todo espíritu, toda verdad, todo el conjunto unida, en el cielo y en la tierra.

Así se ama al Padre en espíritu y en verdad; así se le ama en sí mismo, en la unidad que unifica a las Personas divinas, en la unidad de la divina sustancia; así se le ama por el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo y su Verbo; así se le ama en Él y por Él, unificando todos los afectos, espiritualizados con el Amor. Se ama a Dios como Dios se ama, es decir, con el amor perfecto, con la perfección y consumación del amor, en la unidad del infinito y eterno amor.

!Oh, y los hombres y muchos de mis sacerdotes no me aman ni me han amado, ni sabrán amarme así, y quiero que me amen en espiritu y en verdad! Pero es porque no han ahondado en el amor perfecto y verdadero; les ha faltado luz, porque no la han buscado, porque no la han pedido al que es Luz de Luz, al Padre de las luces; les ha faltado el amor al Espíritu Santo, hondo, apremiante, ardoroso, suplicante. Porque ese Santo Espíritu es el único que sabe amar al Padre en Espíritu, amarlo con un solo amor en su eterna unidad, porque Él mismo es el Amor que une, que vibra eternamente en suavísimo concierto, en el fondo sin fondo de la Trinidad.

El Espíritu Santo es el que santifica el amor humano, el que lo purifica de toda escoria, el que convierte ese amor en divino; porque sólo Él sabe divinizar todo el ser de la criatura, sus sentimientos, sus latidos, sus tendencias, sus aspiraciones, espiritualizando su amor. Pero todo esto lo opera el Espíritu Santo en la transformación en Mí.

Y para que los sacerdotes todos amen al Padre en Espírutu, tienen que transformarse por el Espíritu Santo y divinizarse en Él, por el Amor, dejándose guiar de Él, correspondiendo fidelísimamente a sus inspiraciones y movimientos íntimos.

Deben los sacerdotes dejar que el Espíritu sople donde quiera y como Él quiera, en sus almas; arriba y abajo, en el Tabor y en la Cruz. Deben entregársele sin reservas y no permitir, por sus pecados, que ya se vaya, que no lo alejen ni con sus faltas deliberadas que lo velan y lo contristan. De esta manera inflamará el Espíritu Santo sus corazones y hará que amen al Padre con su mismo amor, con sus mismos santos gemidos, con la delicadeza, finura, firmeza y santidad que contiene ese infinito Amor.

También deben amar a mi Padre mis sacerdotes en la verdad, es decir Conmigo, que soy la Verdad; más aún, deben amarlo no sólo Conmigo sino en Mí, en mi unión, con mi luz, con mi misma doctrina, clara, pura, luminosa y santa, como lo amo Yo; con toda verdad sin quitarle una tilde a su amor, consagrándole todo su ser, como Yo, todos sus trabajos, sus anhelos, sus sudores, sus dolores, sus gozos y alegrías en Él y para Él, toda su inteligencia y su corazón y su amor; pero de verdad, sin cortapisas, sin mermas,sin condiciones, donándose al Padre totalmente con cuanto son y tiene, como Yo.

Así, con la claridad de mi doctrina, con la sencillez de mis Evangelios, con la seguridad que da la confianza, con la claridad que da la fe, con el apoyo en la inefable Verdad y Sabiduría que soy Yo, con la absoluta obediencia y amor a la Iglesia en su Cabeza y en sus delegados, que son mi Verdad en la tierra, me darán gloria y amarán realmente en espiritu y en verdad.

Pilato no quiso saber qué era la Verdad; huyó de Mí que soy la Verdad, y por eso no me conoció, ni tuvo luz, ni me amó.

Pero mis sacerdotes, estudiándome, cada vez más, encontrarán en Mí luces inesperadas, comprensiones íntimas, sentimientos jamás experimentados y profundas seguridades apoyadas en una ilimitada confianza en la divina voluntad de mi Padre siempre amorosa.

Entonces sentirán el apoyo inconmovible de la Verdad, la seguridad íntima de su vocación, la radiante luz de la justicia y se les descorrerán los velos que ocultaban campos inexplorados de paz, de caridad y de justicia; pero sobre todo, verán las predilecciones del amor del Padre, y conmovidos ante la clara verdad de su infinita ternura que los eligió y asemejó a su Hijo amado, prorrumpirán en actos intensos de gratitud.

Así se realizará mi gran deseo: el de ver amado a mi Padre con el verdadero amor, con el amor del Espíritu Santo y el Mío, amándolo por fin en espíritu y en verdad, como El debe ser amado.

Y las almas, repito, al ver la transformación de los sacerdotes en Mí, sus obras de santidad y sus ejemplos -por una luz interior del Espíritu Santo- correrán tras el olor de Jesucristo, tras los perfumes de mis virtudes esparcidas por los sacerdotes transformados en Mí. Y convertidas y entusiasmadas, abandonarán lo terreno y lo vano, y se Me entregarán, para glorificar a mi Padre y salvarse».

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXXVII: La Iglesia, esposa de Jesús y de los sacerdotes

Mensajes de Nuestro Señor

Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXXVII

La Iglesia, esposa de Jesús y de los sacerdotes

«Para darme mi Padre a la Iglesia como Esposa, primero me crucificó.  En la Cruz fueron mis desposorios con Ella; esa inmolación me costó unirme con esa Esposa inmaculada.  Ahí también uní a todos mis sacerdotes futuros conmigo, para que unos en Mí, su Maestro, su Redentor y su Vida, tuvieran -transformados en – la misma Esposa purísima, con el deber de la misma fidelidad hacia Ella, con los mismos ideales hasta el fin de los siglos.  En ellos dejé mi vida apostólica para que distribuyeran los frutos de la Redención que conquisté para ellos y para toda la humanidad, con mi Sangre y con mi vida, en el Calvario.

Ahí fueron también los desposorios de los sacerdotes con la Iglesia. A mis dolores y a mi Sangre les deben el tener esa Esposa santa, la misma Mía, dada por el Espíritu Santo; en vista de que los sacerdotes seran unos conmigo, en la unidad de la Trinidad.

En aquella plegaria ternísima a mi Padre, en la última Cena, plegaria salida de lo más hondo de mi alma -en la que quise expresar a mis Apóstoles, y en ellos a mis sacerdotes futuros, toda la sublime ternura, la quinta esencia de mi amor hacia ellos-, pedí lo más grande, lo más bello que podía solicitar de mi Padre, que fuéramos uno, consumados en la unidad de la Trinidad.

Pero al elevar esa plegaria ardentísima que brotó de lo más profundo de mi amor, tenía presente a mi Iglesia, que al tomarla como Esposa, lo sería también de mis sacerdotes transformados, unos con mi Padre y con el Espíritu Santo, sublimados en la unidad divina de la Trinidad.

Desde la eternidad estaba destinada para mis sacerdotes esa Esposa, la Iglesia, brotada de mi Corazón en la Cruz.  Ahí nació, pura y bella, de mi costado, como Eva del costado de Adán, para que fuera madre de todos los cristianos, de las almas todas, para salvarlas por mis infinitos méritos que en su seno inmaculado deposité.

Yo me iba de la tierra con mi presencia sensible, pero me quedaba real y verdaderamente en la Eucaristía, en cada arteria de mi Iglesia, que son los sacramentos, y en su doctrina; me iba, pero me quedaba en cada uno de mis sacerdotes, otros Yo en la tierra, con la misma Esposa, con los mismos fines de caridad, con los ideales puros y santos de la salvación de las almas.

Les dejé mi Cuerpo para que se hicieran con Él un mismo cuerpo; les dejé mi Sangre para que formaran con Ella una misma sangre; mi Sacrificio incruento, que se repetirá hasta el fin de los siglos, para que se unieran mis sacerdotes a él, en un solo sacrificio e inmolación; les dejé mi doctrina para que la extendieran y salvaran a las almas; mis ejemplos, vivos y palpitantes, para que los imitaran y siguieran.

Les dejé a mi misma Madre, a mi mismo Espíritu, a mi mismo Padre que a todos estrecharía en sus brazos, al ver en ellos, no a muchos sacerdotes, como he dicho, sino a un solo Sacerdote en Mí.

¿Y por qué?,  ¿a qué se debe esa unidad de los sacerdotes en Mí y de todos en mi Padre?, ¿a qué se debe principalmente esa gracia? -A la ardiente plegaria que dirigí a mi Padre poco antes de mi Pasión.  Él no pudo hacerse sordo a los clamores de su Hijo amado que iba a agonizar y a morir para glorificarlo, y salvar al mundo, y con su vida comprar la Iglesia fundamento y camino único para la salvación.

Pero como esa Iglesia necesitaba obreros en su viña, era preciso que mi Padre me los diera, puros y santos, como lo ero Yo, que dije: «¿quién de vosotros me convencerá de pecado?»  Eso mismo deben decir mis sacerdotes; y lo podrán decir con verdad, si son otros Yo. 

Y para lograr esa pureza y ese parecido, no encontré cosa que más fielmente pudiera en mis sacerdotes representarme que la consumación de ellos en Mí por la unidad, que es la que mas asimila, la que más compenetra, la que más diviniza, lo único que necesitaba para morir tranquilo -en cuanto a mi amor- al verme representado fielmente en mis sacerdotes futuros, al atraer para ellos, en Mí, las mismas miradas de mi Padre, sus mismas complacencias, su misma fecundidad, su misma gloria para Él.  Porque en esa unidad, en esa consumación de la unidad en Mí, en esa transformación de ellos en Jesús, están encerradas sus complacencias.

Y mi Padre me lo concedió; no pudo menos que oírme, como siempre lo hace.  Y esa transformación se operó, desde la eternidad, en el ideal y en  la vocación del sacerdote en el entendimiento del Padre; se afirmó en María como ha dicho, al encarnarse el Verbo en su purísimo seno, al poner ahí el Padre, en Mí, aquella fibra amorosa de la vocación sacerdotal que se desarrollaría en Mí, único Sacerdote y único Salvador.

Clamé al Padre por esa gracia insigne al instituir el Sacramento de la Eucaristía; subió mi plegaria al Padre, poco antes de mi muerte, en la que pedía la consumación de dicha gracia.  Y en la primera Misa que se celebró en el mundo, en el arranque más grandioso del amor de un Dios a sus criaturas, se obró la perfecta transformación del sacerdote en Mí, haciéndolo otro Yo, por las palabras operativas y divinas de la consagración; y me quedé Yo en ellos y ellos en Mí, en momentos tan elevados y sublimes, que, aun después de tantos siglos, hacen temblar de admiración al cielo y conmueven terriblemente al infierno.

Y todo lo conquisté, todos los bienes los alcanzó el Dios-hombre; pero de i Padre celestial, que los derramó en Mí y por Mí a los demás.

Aquella plegaria de la consumación de la unidad en mi Padre y en Mí, no quedó estéril, sino que vinieron sus frutos a la tierra especialmente sobre mis sacerdotes, y por eso ellos son otros Yo; y de eso, sólo por eso, les dí a mi misma Esposa la Iglesia, pero con los mismos deberes de fidelidad y de purísimo amor hacia ella; con el deber de servirla, de consolarla, de darle hijos espirituales y santos, de extender su reinado, de respetar sus jerarquías, de constituir, aun en la tierra, aquella unidad que es eco de esa unidad santa, fecunda y purísima, de la unidad de los sacerdotes en Mí, de la única unidad en la Trinidad.

Todo lo que salga de esta unidad es diabólico; todo lo que no tienda a esa unidad es falso; todo lo que se aparte de esa unidad será nulo para el cielo; todo lo que rechace esa unidad estará condenado por mi Iglesia.

Los sacerdotes me deben pues vocación, María, Sangre, plegarias, vida, Esposa, transformación, y ese más que representarme en la tierra, el que sean otros Yo mismo en las Misas, el que sean otros Yo mismo en los sacramentos, el que deban ser otros Yo en todo instante y ocasión, que es lo que vengo buscando.

No solo quiero la transformación ya hecha y mas o menos desarrollada con la cooperación de los sacerdotes; sino la consumación de esa transformación para honor de mi Iglesia; porque en mis sacerdotes también Me ve mi Padre a Mí, único Sacerdote digno de tocarla y de repetir con toda pureza y santidad sus tesoros en las almas.

Cierto que para repartir esos tesoros los sacerdotes se revisten de Jesucristo, me representan a Mí, al Dios vivo hecho hombre; pero como he dicho, no me basta que sólo se vistan de Mí, sino que sean otros Yo mismo, en estos tiempos en que se necesita un salvador -ellos en Mí– y que hagan como reaparecer, por sus virtudes, al mismo Salvador.

Cuido y velo por la honra y la gloria de mi Esposa, la Iglesia, que tanto me costó, que fue el premio que me dio mi Padre y que conquisté en la Cruz con dolores, ignominias y sufrimientos sin comparación. Y fue que compraba, más que con precio de oro, con el precio de mi vida, a aquella Esposa santa y salvadora por su unión Conmigo y que iba a ser Esposa extensiva, en su virginal fecundidad, de todos mis sacerdotes desde el primero hasta el último, pero con la condición indispensable de ser otros Yo mismo, único Esposo virginal y puro en donde todos se encerrarían.

Que mediten muy detenidamente esto mis sacerdotes; y como mis palabras obran, la Iglesia tendrá gran consuelo; y Yo, el santo gozo de que aumente la gratitud en el corazón de mis sacerdotes, al ver, al considerar, medir y pesar los innumerables beneficios que me deben y que muchos no conocen, ni su magnitud, ni su número, que es incalculable; porque las predilecciones de mi amor para con mis sacerdotes sólo en el cielo podrán contarse.

Que aumente en ellos, con estas consideraciones, su afecto a mi Iglesia, su fidelidad para con Ella y su celo santo por embellecerla con almas santas, por encumbrarla, por reparar las ofensas que se le hacen y consolar a su cabeza principal, el Papa, a quien tanto amo.

Todo lo cual lo conseguirán por su perfecta y consumada transformación en Mí».

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXXVI: El amor al Padre y la transformación

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo 

a sus hijos predilectos

LXXXVI

El Amor Al Padre 

Y La Transformación

«Quiero en mis sacerdotes la perfecta transformación en Mí, para que su vida entera sea un acto de amor continuado a mi Padre celestial, porque ésa fue mi vida en la tierra, y la que ellos deben continuar. Todos sus pensamientos, sus palabras, sus obras, sus anhelos, sus ilusiones, sus trabajos exteriores, su vida interior, etc., etc., debe tener en ellos un solo fin, el de glorificar a mi Padre.

Nada deben hacer mis sacerdotes, como Yo en la tierra, sin levantar antes su alma hacia mi amado Padre ofreciéndome y ofreciéndose en cada acción, sobre todo, del sagrado ministerio.  Yo le debo la vida a mi Padre, porque me engendró en el amor, y d el amor broté en el seno fecundísimo del Padre. El amor me formó en el entendimiento del Padre, en el seno del Padre, en la inteligencia infinita del Padre, nota vibrante, acorde sonoro, que llenaría de armonía a todos los siglos, y que, repercutiendo en los abismos eternos del amor, hizo brotar del amor al Verbo, eco fidelísimo de aquel sonido divino, de aquella deliciosa armonía sin precedente.  Y así el Padre con el Verbo, su eco purísimo fidelísimo y desbordante, son una misma fecunda y eterna vibración perfectísima por su unidad de substancia, de sonido, de voluntad, de esencia: una sola Divinidad en Personas distintas.

Este fue el origen del Verbo. Y desde entonces, es decir, eternamente, el Padre y el Verbo, aunque Éste proceda del Padre por la eterna generación, forma sin embargo un solo Dios en esencia y en Divinidad, y no vibran más que con un solo sonido, con una sola nota, con una única armonía celestial, al unísono en un solo sentir, y fundidos en un solo amor, y formando una sola Divinidad.

Porque las tres Personas divinas son eternas y ninguna después que otra.  Cierto que el Padre, conociéndose, engendró al Hijo; y que de ellos, por amor, procedió el Espíritu Santo; pero como las tres Personas son eternas y ninguna después de otra, todo esto fue simultáneo.  Este sublime misterio de la Trinidad, en la que viven felices las tres divinas Personas, no tuvo principio.

El amor es eterno en le Espíritu Santo que unió al Padre y al Hijo; el amor fue mi sustancia y mi vida como lo es la del Padre.  Dios es amor en sus tres divinas Personas; pero el Espíritu Santo es -por atribución- la fuente del amor, la eterna sustancia de la caridad y el centro purísimo de la unidad, el amor que funde, el amor divino en la divina Trinidad.

Pues bien, Yo nací del amor en mi Padre, y ni un instante en la tierra dejé de amarlo como Verbo; y de servirle, amarlo, invocarlo y adorarlo como hombre.

También como hombre nací del amor, engendrado por el amor en el seno de una Virgen, y dediqué todos mis latidos, desde el primero hasta el último, y mi vida entera, a honrar, a servir y a glorifica a mi Padre, a rendirle el vasallaje debido.  Mi espíritu jamás lo perdió de vista desde que encarné hasta que morí en la cruz, y lo puse en sus manos después de haber cumplido hasta la ultima tilde su amorosa y santa voluntad.

La voluntad de mi Padre que me crucificó fue amor, el más grande amor, la prueba mayor de su amor.

El haberme dado a las almas fue sólo amor, un inmenso amor.

El haber querido formar su Iglesia y hacerme el primero y eterno Sacerdote del cual todos los demás no habían sido sino figuras, fue amor de predilección infinita, ¡un inmenso amor!

El querer que en Mí se borrara el pecado, y se perdonaran todos los crímenes del mundo, para que la expiación de un Dios fuera la única que borrara las ofensas a un Dios, fue amor, un infinito amor de elección hacia su Hijo único.

Y el de constituir a todos los sacerdotes en un solo Sacerdote, en una sola víctima, en Mí; en un solo Salvador, en Mí; fue amor, es amor y será hasta el fin de los tiempos amor, y sólo amor.

Y vendrá el día en que con todos los míos venga a juzgar al mundo, con todos los sacerdotes en Mí, por su unidad en la Trinidad. Cuando como Rey triunfador, con la insignia de la Cruz, acompañado de toda esa legión de mis sacerdotes, venga a juzgar al mundo, repito, ese querer del Padre ¿acaso no es amor de predilección infinita, no es un infinito amor?

Y así será. Pero me lacera un pensamiento al ver ese último día del juicio universal para Mí presente; me hiere más que nada el tener que rechazar a sacerdotes culpables que prefirieron la tierra al cielo, las criaturas a Mí, el pecado consentido y acariciado a las eternas caricias a mi Padre, contristando así mi Corazón divino.

No quiero eso; mi Corazón de hombre y mi Divinidad rechazan por decirlo así ese pensamiento, y redoblo mis plegarias al Padre, y multiplico mis víctimas por la Iglesia en la tierra, para detener a mis sacerdotes aun en el borde del precipicio; para salvarlos con mi Sangre que sacrílegamente han pisoteado. Todavía hasta su último aliento, en el que estoy Yo presente siempre, los rocío con mi Sangre (comprada por víctimas), los muevo con mis suspiros, los conmuevo y conmoveré hasta el fin de los siglos con mi inmenso amor.

Por tanto, un elemento indispensable para que mis sacerdotes realicen su transformación en Mí y la consumen, es que hagan habitual, del día a la noche, en toda ocasión y muy especialmente en las misas, el pensamiento de mi Padre, el honrar a mi Padre, sin importarles trabajos, penas y dolores  -que el sabrá endulzarlos con su amor-; ofreciéndome y ofreciéndose en mi unión, no como mera fórmula, no tan sólo en el sacrificio incruento; sino siempre, como Yo lo hice, en todo momento y ocasión.

Jamás hice nada en la tierra, ni obré ningún milagro, ni prodigué favores, ni alivié dolencias, sin levantar antes mis ojos y sobre todo mi Corazón hacia mi Padre, para hacerlo todo por Él, para Él y en Él.  Probarle mi amor, era por decirlo así, mi pasión dominante en la tierra.

Todo lo refería a Él y sólo me preocupa a de que las almas lo conocieran y lo glorificaran. Procuré que mi vida entera fuera un solo acto continuado de gratitud amorosa hacia mi Padre celestial.  Mi comida, mi bebida, mi vida toda, con todos sus trabajos, privaciones y dolores, era sólo glorificarlo en Mi y en las almas, era sólo hacer su voluntad y gozarme en ella, aun cuando exteriormente fuera para Mí martirizadora. Todo lo superaba en Mí la amorosa y adorable voluntad de mi Padre.

Este es mi distintivo, ésta es la marca más acentuada de mi interior y de mi exterior, sacrificar todo a ese ideal de la voluntad de mi Padre en la tierra; éste es el broche de oro con que cerraba todas mis acciones  ¡la divina voluntad!

Me complací en enseñar el Padre nuestro, en el que vertí el licor suavísimo que se desbordaba de mi alma; y los siglos repetirán ese himno sublime con el que quise honrar a mi Padre y someter todas las voluntades humanas a su voluntad.

Todo esto lo he dicho para que mis sacerdotes, si se han de transformar en Mí, si quieren ser otros Yo, comiencen con todo ardor, generosidad y perseverancia a hacer lo que yo hacía; que conviertan su vida en un acto de amor al Padre que los engendró en su seno amoroso al darles la vocación y que puso en María, para no separarlos de Mí, esa fibra santa de su vocación sacerdotal, al encarnarme en Ella, y que lo honren en todos sus actos y que lo glorifiquen con una intensa vida interior; que hagan que las almas lo adoren y hagan de esa voluntad santa su ser y su vida.

No les pesará, que hagan la prueba sin desmayar ante cualquiera dificultad y sin importarles las tentaciones satánicas que el demonio les presente; Yo aseguro que éste, muy principalmente, será un gran remedio que activará su perfecta transformación en Mí.

El Espíritu Santo, uno con el Padre y el Hijo, los ayudará complacido, porque éste es el camino seguro para alcanzar esa unificación de voluntades, en la que se gloría toda la Trinidad».

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXX: La Consagración Del Mundo Al Espíritu Santo

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo

a sus hijos predilectos.

LXXXV

LA CONSAGRACIÓN DEL MUNDO AL ESPÍRITU SANTO

Necesito esa reacción en los sacerdotes, obrada por el amor; y para conmover las fibras de los corazones sacerdotales, les he descubierto las de mi alma, las más íntimas, dolorosas y amorosas que en ella existen. Y ya responderán al llamamiento de amor, porque quiero perdonar, perfeccionar, santificar y salvar.

Hace mucho tiempo que vengo insinuando este mi deseo, de que se consagre el universo al Espíritu Santo, para que se derrame en la tierra como un segundo Pentecostés.  Entonces, cuando esto llegue, el mundo se espiritualizará con la unción santa de pureza y de amor con que lo bañará el Soplo vivificante y puro, el Purísimo Espíritu.

Barrerá este Soplo santo todas las impurezas en los corazones, y todos los errores en las inteligencias, que corresponden a su influjo; la faz del mundo se renovará, y todas las cosas se restaurarán e Mí.  Pero, sobre todo, mis sacerdotes serán los primeros en esa restauración universal; vendrá, sí, vendrá a glorificar a la unidad de la Iglesia, a la Trinidad.

Se rendirán muchas sectas ante la unidad divina de mi Iglesia, cesarán muchos cismas; el Concilio futuro tendrá y dará frutos de vida eterna; y la Iglesia única y verdadera cobijará a muchas naciones y extenderá sus alas para cobijar a todo el mundo y traerlo a su seno salvador.

No siempre la Iglesia ha de estar postergada Tendrá siempre enemigos y guerras y persecuciones hasta el fin de los siglos; pero tendrá treguas también, tendrá honrosos triunfos. Yo lo aseguro.

Pero he vinculado estos triunfos en una sola cosa: a la consumación transformante en la tierra de sus sacerdotes en Mí. 

Con esto vendrá el reinado del Espíritu Santo en las almas de mis sacerdotes, que es mi mismo Espíritu, y en las almas después y en las naciones y traerá la paz, por medio de la unidad en el amor, en la caridad.

Que pidan los fieles para que se apresure, para mi mayor gloria, esta santificación de mis sacerdotes en el Santificador único, esa evolución santa por el amor, ese ser todos de María, y todos para las almas en Mí para que Yo en ellos, en la tierra, alivie, edifique, perdone y salve.

La Redención fue una, pero su aplicación no tiene límites y se hará en favor de las almas por medio de mis sacerdotes santos, de mis sacerdotes otros Yo, todos caridad y celo y olvido propio santificarán así a las almas, sólo para glorificar a la Trinidad.

El impulso del cielo es fuerte, es impetuoso, es fecundo, es activo, porque viene del Espíritu Santo que todo lo impulsa con su gracia que santifica y transforma.

¡Cómo mi Corazón palpita y ansía esta época de transformación en Mí y de triunfo para mi Iglesia!  ¡Cómo mis ojos se empañan con lágrimas de emoción, de dicha, de triunfo, de gratitud para con mis amados sacerdotes!

¡Que no piensen en lo que fueron, si desgraciadamente no me han sido fieles: Yo soy el Buen Pastor, que no teman, que Yo soy Jesús, y todos, todos caben en el inmenso y amoroso seno de mi alma!  ¡Los amo tanto!

Fue, después de mi Madre, lo que más amé en la tierra, a mis Apóstoles; y en ellos vi ya a todos mis sacerdotes futuros, y en ellos los amé, y en Mí mismo los amo, porque son parte de mí mismo ser.  ¿Nos saben que mi Padre los ve como a Mí mismo y que los siento Yo como cosa Mía; como si fueran Conmigo un mismo cuerpo, una misma alma, un mismo corazón?

Si ahondaran mis sacerdotes en este pensamiento que es feliz realidad, si siquiera se percataran de ella, ¡ay! Jamás me ofenderían, y respetarían su cuerpo y todo su ser como si fuera el Mío, por esa unión íntima y amorosa con que mi padre los vinculó, como sacerdotes en el único Sacerdote, en el Sumo y Eterno y Verdadero Sacerdote.

No se dan cuenta muchos de mis sacerdotes que son otros Yo, y por esto no se preocupan de no lastimarme. No piensan, repito, que me ofenden dentro de Mí; que Conmigo, por decirlo así, ofenden a mi Padre y que hacen, en cierto sentido, que Yo mismo, Yo en ellos, contriste al Espíritu Santo todo amor, que formó y asiste en todas sus palpitaciones a mi Corazón de amor.

Todo esto lo quiero esclarecer e iluminar, lo quiero traer a la memoria y ¡ay! Reformar trayendo a las almas la verdad, para bien de mis sacerdotes y de mi Iglesia.

Son puntos olvidados, empolvados, que si acaso se ven, los ven como de lejos, con indiferencia y frialdad, sin pensar ni ahondar sus consecuencias.

Pero Yo, en mi infinita caridad para con mis sacerdotes, quiero verlos sin culpa y sin mancha, sino puros, limpios y santos; que se hagan el cargo, no solo de lo que se ve y se toca, sino de estas minuciosidades, si así pueden llamarse, que los hacen culpables y han lastimado años y más años la delicadeza y ternura de mi Corazón de amor.

Hasta lo más hondo, hasta lo más íntimo, quiero hacer la luz en el corazón de mis sacerdotes, para que reparen, para que expíen lo propio y lo de sus hermanos sacerdotes, para poder acercarme a ellos sin intermediarios, sin nada que estorbe a la perfecta unión de amor y de dolor, de completa y consumada transformación en Mí.

Yo me he prestado siempre a esto; pero ¡cuántas veces, me lastiman las indelicadezas de los Míos, su poca finura espiritual, que se conforma con lo puramente exterior, sin ahondar en esas regiones íntimas, sin sospechar siquiera que existen; antes bien, lastiman mi alma con ese contacto de lo menos puro, ¡y cuántas veces de lo manchado!

Ya quiero pulir esas almas que me pertenecen; y no por no sufrir Yo, sino por ellos, porque no acumulen, cuándo menos, purgatorio; porque las miradas con que mi Padre los mira a ellos en Mí, no encuentren mancha, sino que todos luz, todos limpieza, todos caridad, todos otros Yo, atraigan esas miradas de mi Padre, y Él se complazca contemplándolos”.

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXXIV: EL SACERDOTE Y LA IGLESIA

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXXIV

El sacerdote y la Iglesia

«Al participar a mis amados sacerdotes los desposorios de mi Iglesia -teniendo en cuenta su transformación en Mí-; al darles mi Padre, por el Espíritu Santo, a esa Esposa pura, santa e inmaculada, a la vez que fecunda en su virginidad, sólo les pidió, para merecerla, el precio mismo que Yo di por Ella: el poner todo mi amor y toda mi voluntad en la voluntad siempre amorosa de mi Padre.

Con la perla sin precio de la vocación sacerdotal compran los sacerdotes esa joya divina, que es mi Iglesia sin mancha; pero al unirlos a Ella el Padre, les pide también la virginidad a unos, la pureza y la castidad a todos, con la fidelidad y el amor.

Un sacerdote que no esté enamorado de la Iglesia, no debe pertenecerle; un sacerdote que posponga los intereses de la Iglesia por los del mundo, no ha comprendido su vocación; un sacerdote infiel, que arroje lodo sobre la vestidura sin mancilla de la Iglesia, no es digno de Ella, y el cielo lo repudiará si no se convierte y se humilla y se arrepiente.

¡Ay! y es tan buena mi Iglesia, que admite en su seno a todos; perdona con su caridad-que es la Mía- a los perjuros arrepentidos, a los traidores que se convierten, a los infieles y desleales que vuelven a su redil, y los acoge otra vez en su regazo para blanquearlos con mi Sangre, cuya depositaria es.

Pero llora sus extravíos y sus negras ofensas con lágrimas de sangre en Mí, que lloro con Ella y por Ella. Lloro en Ella por tantos sacerdotes prófugos, que si bien están a su servicio exteriormente, no lo están en la santa y pura intimidad con la Esposa amada como les corresponde.

¿Cómo puedo dirigir a estos sacerdotes rebeldes, hipócritas e infieles a su vocación estas palabras, fundamento de su sacerdocio:  «Me amas más que éstos?» ¿Con qué cara me pueden responder los que así se portan, los que manchan la blancura inmaculada de mi Iglesia de tantos modos?

No sólo es adulterio el que se comete contra Ella, cuando se le arroja el fango de lo que no es puro; sino que también se le ofende con todo lo que desvirtúa y no va en consonancia con sus enseñanzas y doctrina. Se le mancha con la avaricia, con la soberbia, con los pecados capitales en general, y con todo lo que la Iglesia condena.

Se falta a la fidelidad a la Iglesia con todo lo que rechaza la Ley de Dios y la caridad con el prójimo. Y esas manchas continuas que muchos de mis sacerdotes arrojan sobre la Iglesia santa, Yo, el Sacerdote que a todos representa, continuamente también las estoy borrando con mi sangre, con mis lágrimas, ofreciendo siempre a mis sacerdotes redención, haciéndome siempre víctima en su favor, clamando siempre al Padre en el paroxismo de mis dolores místicos «¡Padre, perdónales, que no saben lo que hacen!»

Y ciertamente, los sacerdotes que tales monstruosidades cometen con mi Iglesia no saben lo que hacen, no han penetrado en mi Corazón, no han pesado sus deberes, no se han hecho el cargo de la magnitud de sus ofensas, no han vislumbrado siquiera ¡que me ofenden dentro de Mí mismo!

Y Yo siempre disimulando, ofreciéndome por ellos al Padre, y clamando por su perdón. Y ellos, ¡ay!, aturdidos por las malas pasiones, por las ocasiones peligrosas y voluntarias, despechados, arrastrados por la corriente de muchos vicios, se precipitan sin escuchar mis quejas, sin atender a los remordimientos, sin entrar dentro de sí mismos para escuchar los gemidos del Espíritu Santo en su corazón, las instancias de María, y concluyen por fin con abandonar la fe y condenarse.

¿Cómo pedir amor divino y fidelidad con la Esposa que el Espíritu Santo les dio si están sordos y no escuchan a lo único que puede salvarlos?  ¡Cuántos cismas han arrancado de mi Iglesia a sus sacerdotes infieles! ¡Cuántos engaños satánicos han envuelto almas de sacerdotes que comenzaron bien, y que la soberbia -que trae siempre consigo a la impureza- los arrastró a nefandos crímenes, y los precipitó a la perdición eterna!

¡Y la Esposa amante los llora, porque los amaba y los ama; porque un día feliz, le juraron amarla! ¡Pero trocaron el amor divino por el humano, y de ahí las caídas, las infidelidades, y la muerte!

Pero aquí estoy Yo para defender y consolar a mi Iglesia con este nuevo impulso

-salvador porque es divino- a todos sus sacerdotes, desde el primero hasta el último, y para transformarlos en Mí.

El amor salvará al mundo y la personificación del amor es el Espíritu Santo.

Vendrá el reinado universal del Espíritu Santo, único que puede pacificar la tierra, porque es el dulcísimo nudo eterno; el que concilia, el que une, identifica, y salva.

El Espíritu Santo con María, repito, harán que todo se restaure en Mí, que soy su Centro; harán que reine Yo, como Rey universal en el orbe entero; harán que mi Corazón sea honrado en sus últimas fibras y dolores internos, y completará las prerrogativas de María, Esposa del Espíritu Santo.

Este divino Espíritu con su luz destruirá muchos errores en el mundo, espiritualizará los corazones, hará que el mundo se incline ante el estandarte salvador de la Cruz, y sobre todo, exaltará a su Iglesia con sacerdotes transformados en Mí, y así hará que vuelva Yo al mundo en ellos, como único Sacerdote, único digno de glorificar a ami Padre, con todos los sacerdotes en Mí, y toda la humanidad en ellos, formando, por fin, no miembros dispersos y dislocados, sino un solo Pastor, el Papa; y todos en Mí, en la Unidad de la Trinidad.

Y este final hay que prepararlo, hay que conquistar esa victoria, hay que comprarla con oración y con lágrimas, con sacrificios y con amor. Pero sobre todo, con la transformación de los sacerdotes en Mí, con la consumación de esa transformación (en cuanto es posible en la tierra), que haga a los sacerdotes puros, santos, desinteresados, y dignos de unirse con la Luz, con la Verdad, con la Vida, con la Unidad santísima, con la Trinidad».

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXIII. UNIFICACIÓN CON LA VOLUNTAD DIVINA

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXXIII

Unificación con la Voluntad Divina

«Para dar fruto en las almas, los sacerdotes tienen que estar injertados en Mí; más aún, ser otros Yo mismo, unos en Mí en la unidad de la Trinidad. Sin lo cual, serán vanos sus esfuerzos, infecundos sus trabajos propios, porque les faltará la savia divina, santa y fecunda del Espíritu Santo.

Y como uno de los fines de todos los sacerdotes es el de salvar almas, para ser salvadores tiene que unirse, repito, íntima y absolutamente al único Salvador. Deben conformar en todo su conducta con la mía en la tierra, siempre de paz, de olvido propio y de caridad; deben identificar sus ideales con los míos; sus aspiraciones, su vida toda con la mía: deben descender a la práctica y preguntarse a menudo, qué haría Yo en tal o cual ocasión, cuál sería mi pensamiento en tal o cual asunto, cuáles mis resoluciones y mi criterio en tal o cual conflicto; y descender, repito, a los pormenores de la vida privada y apostólica.

Pero más, mucho más: deben vivir mi misma vida interior, toda orientada a mi Padre, y tener la pasión amorosa y santa que me movía a obrar sólo por Él.  Ésa fue mi vida en la tierra, ésa ha sido y es mi vida en el cielo: amar, venerara y dar gusto a mi Padre, y tener  una sola voluntad con la suya; y ésa es la perfección del amor del hombre, el fin supremo de la transformación en Mí.

En ese acto amoroso de supremo abandono a la voluntad de mi Padre está la perfección, la más alta y acabada santidad. Y ¿por qué? Porque lleva a la unidad, lo más subido de la unidad, la consumación en Dios de lo más grand que tiene el hombre, de lo que es suyo, de la voluntad humana unificada con la voluntad divina.

Entonces ya no hay dos voluntades, sino una sola voluntad, la de Dios, la que ha absorbido -en cierta manera- la voluntad de la criatura. Si pudiera decirse, diría que éste es el carácter más sublime de la Trinidad, lo supremo de su santidad, la divina esencia de la unidad: el que las tres Personas divinas no tengan sino una sola Voluntad, un solo querer en la eternidad de sus miras, en la inmutabilidad de su Ser. En esa purísima, sapientísima, indisoluble y acorde Voluntad es feliz la Trinidad, y esa Voluntad se extiende a todo lo creado, partiendo de un solo Centro, ¡de la unidad!

Pero en esa voluntad única está de asiento la Sabiduría, el Poder, la Caridad, la Justicia, la Santidad, etc., etc.  En esa voluntad está Dios, está la esencia de la unidad, repito, está la paz, la estabilidad, la unión, ¡el cielo!

Por eso en la tierra, no puede eximirse ni un instante de esa Voluntad representada por mi Padre, por la misma Divinidad que en Mí llevaba; todo lo refería a la voluntad de mi Padre y mi mayor dicha era complacerlo aun en las voluntarias inmolaciones que eran la expresión de su voluntad en Mí; y mi aliento y mi vida era complacer esa voluntad adorable. Por eso todo cuanto hacía lo refería a mi Padre, y no permití quitar ni una sola tilde a su voluntad, amorosa y crucificante.

Me sometí feliz, como hombre, a su voluntad amorosísima, aún en las torturas morales y materiales, permitidas sapientísima y amorosísimamente por mi amado Padre. El solo pensamiento de esa voluntad divina endulzaba infinitamente los sacrificios de un Dios hombre.

Y por eso mi Corazón anhelaba con ansia verme crucificado, porque hasta allá llegaba la voluntad de mi Padre, toda amor, al sacrificarme: por ser Dios, para que tuvieran mérito y eficacia mis expiaciones; y como hombre, para darme un trono sobre todo trono y hacerme Cabeza de su Iglesia amada, lo que es también como premio para la humanidad entera.

Esa voluntad de mi Padre fue infinitamente amorosa al darme al mundo para ser inmolado por su salvación; y mi premio, en la economía de sus sapientísimos planes, fue hacerme Cabeza de mi Iglesia, y en Ella, de la humanidad entera.

El gran premio de mi sacrificio fue el darme esa Esposa Inmaculada, virgen fecunda y Madre de la humanidad; me costó la vida conquistar ese puesto, esa soberanía universal en mi Iglesia: en la Cruz sellé mi reinado en el mundo.

Conquiste entonces, con mis más terribles dolores, las vocaciones de mis sacerdotes, su ayuda, su cooperación, la gracia de su transformación en Mí, hasta llegar al punto sublime de la unidad; los hice también cabeza de mi Iglesia, unidos, injertados en la Vid, que soy Yo para que corriera pos sus venas mi misma savia los mismos ideales, los mismos quereres, la misma voluntad, una con la del Espíritu Santo.

Quería llegar algún día a realizar mi ideal perfecto que apenas entonces, en la última Cena, dejé translucir en mi plegaria al Padre, antes de dejar a mis Apóstoles (semilla primitiva de mi Iglesia): el consumarlos en la unidad, que ha sido y que es todo el anhelo de mi Corazón.

Pero todo este plan se concreta en una sola cosa: en que tengan mis sacerdotes en su transformación en Mí, una sola voluntad con la de mi Padre.

No tan solo quiero y he pedido en estas confidencias lo más grande que tiene el hombre, lo único suyo y que persigo: su voluntad; sino que quiero llegar al límite, que esa voluntad se pierda en la Voluntad de mi Padre, como se perdió la mía, en cuanto hombre, siendo una sola voluntad en la Voluntad divina de la Trinidad.

Pues bien, si Yo, Dios-hombre, tuve que conquistar con mis inmolaciones voluntarias y hasta con mi propia vida el ser Cabeza de mi Iglesia amada, también a los sacerdotes, a mi imitación, debe costarles el ser cabezas de mi Cuerpo místico, del desarrollo de mis planes redentores y salvadores en mi Iglesia. Y ¿cómo? Con la moneda con que compré Yo esa supremacía sobre toda la humanidad: con el amor, y el abandono, y el vivo anhelo de hacer siempre y en cualquiera circunstancia la divina voluntad de mi Padre hasta el heroísmo, hasta la muerte.

Si los sacerdotes son otros Yo, tienen que llevar en sí mismos los mismos sentimientos que Yo; y el más puro, y el más santo, perfecto y justo que tuvo mi Corazón, que fue el de someter voluntaria, amorosa y confiadamente mi voluntad a la de mi Padre, y gozarme en ella siempre, hasta entregar mi espíritu en sus manos, en su amoroso seno, en su mil veces adorable voluntad.

Eso deben hacer mis sacerdotes, cabezas de mi Iglesia santa y de las almas: imitarme en ese punto capital, el más santo y perfecto de su transformación en Mí; en identificarse plenamente con la voluntad santísima de mi Padre.

Y hemos llegado a lo más alto, a lo que más puede glorificarme como Dios-hombre: el hacer mis sacerdotes otros Yo, pero especialmente con el sentimiento más íntimo y más de mi Corazón, el de la voluntad de mi Padre, que constituyó mi  vida en la tierra y el florón más alto y divino para mi Iglesia, ¡la adorable Voluntad de mi Padre!

Si los fieles me aman, si quieren glorificarme, como es su deber de amor, nada más grande pueden hacer por Mí que lo que hagan por mis sacerdotes, que es como si lo hicieran por Mí mismo; pues ya saben que lo que a ellos les hacen, a Mí me lo hacen; aunque ahora, en el sentido del bien. Y nada más grande pueden hacer por ellos que pedir esa unificación de sus voluntades en la de mi Padre, que es la Mía, que es la unidad en la Trinidad».

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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXXII APREMIANTE INVITACIÓN.

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXXII

Apremiante Invitación

«Y amo tanto a mis sacerdotes, que lo que a ellos les hacen, a Mí me lo hacen. Y eso ¿qué quiere decir? Que tenía ya en cuenta, cuando dije esto, su transformación en Mí. Así debe ser: soy Yo en ellos y ellos en Mí; me hieren las pupilas de los ojos y las fibras más delicadas de mi Corazón, cuando los hieren de algún modo; y hasta he impuesto penas gravísimas a los que tengan la desgracia de injuriarlos, insultarlos, calumniarlos y aun de tocarlos siquiera con un mal fin.

Este amor infinito de predilección deben tenerlo muy en cuenta mis sacerdotes, porque no lo he hecho con todos los hombres. Ese dolerme de tan grande manera lo que a los míos denigre, deshonre a los que haga sufrir de algún modo, ya de pensamiento, palabra o de obra; esa delicadeza y ternura inconcebible, viene de mi amado Padre, que ve en Mí a los sacerdotes todos, y en Mí los ama y en Mí los cuida, y vela por ellos en esa unidad de la Iglesia, y se indigna cuando algo que soy Yo o que a Mí me representa es ofendido en lo más mínimo.

Y hay todavía más. A Mí, su Hijo Unigénito, en el que tiene todas sus complacencias, me dio al mundo para ser sacrificado para salvarlas, porque me amaba, y en atención a su amor infinito a las almas. Pero a mis sacerdotes, a los Míos, no deja ni que los toquen. Lastiman en ellos las fibras más íntimas con que los ama. ¿No es ésta una predilección sin nombre, una elección excelsa y gratuita, un amor que no tiene igual?

Porque mis sacerdotes no me eligieron a Mí, sino que Yo, como Dios, los elegí eternamente a ellos para que fueran Míos,mis escogidos, mis predilectos, otros Yo en la tierra, y aun en el cielo, con grados de tal excelencia que no tienen idea los hombres.

Los sacerdotes apenas si corresponden a mi llamamiento, y eso ayudados de mi gracia; pero Yo hice como una creación aparte en mis sacerdotes, porque los llene de especialísimas gracias, bendiciones y dones, les di al Espíritu Santo -por María- para que se formaran en el Amor, en la pureza, en la divina Luz, que iluminado y caldeando sus corazones, los apartara de lo terreno, de lo vano, de lo que asa, elevando sus almas a lo sublime que perdura.

Pero todas estas prerrogativas de mi predilección, todas estas delicadezas del amor del Padre queme ve a Mí en ellos, que no permite sin castigar que me toquen en ellos a Mi, deben tener como correspondencia su perfecta transformación en Mí.

Deben mis sacerdotes meditar estas felices y venturosas realidades muy despacio, en lo íntimo de sus corazones, y corresponder al Padre sus ternuras, y al Padre y al Verbo hecho carne la elección gratuita de su santa, de su hermosa e incomparable vocación sacerdotal, que tanto los eleva, que los aparta del común de las gentes, que los hace más de María y que los transforma en Mí, los diviniza en la Trinidad, desde la tierra, a la medida de su correspondencia; y en el cielo, a la medida de su fidelidad en la unidad de la Trinidad.

¡Qué grande es un sacerdote en mi Iglesia! ¡De qué privilegios interiores y exteriores, sobrenaturales y divinos, goza desde la tierra!

Y por eso mismo ya se comprenderá la magnitud de su pecado, de su ingratitud sin nombre, de lo innoble de su proceder, cuando ofende a ese Dios, a esa Trinidad benditísima, que sólo ha tenido para él derroche de gracias, ternura infinita, delicadeza incomparable, puesto que son las mismas delicadezas del Padre con su Hijo amado. Porque ciertamente, como tantas veces lo he dicho, el Padre ve en mis sacerdotes a Mí, único Sacerdote digno de ofrecerse puro, de inmolarse con fruto, de glorificar como Dios a Dios

¿No es esta predilección de amor un acto ternísimo de la voluntad del Padre en bien de los sacerdotes que me iban a representar y que me representarán hasta el fin de los siglos?

¿En qué aprecio tienen su vocación esos sacerdotes ligeros, tibios y pecadores en su santa, admirable e incomparable vocación sacerdotal? ¿En dónde tienen la cabeza y el corazón esos sacerdotes perjuros, cismáticos, que, que no son puros, ni santos, ni fieles, ni agradecidos, ni amantes del Puro, del Santo, del Amor mismo que todavía los llama con hondos gemidos en su Espíritu, con silbidos amorosos como Pastor, con latidos del Padre como al hijo pródigo, para perdonarlos, para cubrir sus deshonras en su Iglesia, para ponerlos sobre mis hombros como ovejas vueltas al redil, para resucitarlos, para sacudir el sopor en que viven adormecidos, con muy débil voluntad, y salvarlos?

Todo esto y más soy para ellos aun aquí en la tierra: Pare, Madre, Pastor, Amor, Amor que me hace olvidar las ofensas y que se me impone en el Corazón, por encima de todos los crímenes y sobre todas las ingratitudes y deslealtades.

Todavía es tiempo de que muchos, sordos hasta aquí a la voz de la gracia, vuelvan sobre sus pasos, atraídos por mi ternura incomparable, por mi Corazón de Salvador; y se acerquen a Mí, que curaré con mi aliento sus llagas, que los libraré del enemigo con mi Poder, que aliviaré todas sus dolencias.

Que sepan, una vez más, que estoy pronto a olvidar su pasado, a lavarlos con mi Sangre que todo lo blanquea y lo purifica; que me tienen, repito, con los brazos abiertos para perdonarlos y para ayudarles a realizar el ideal de mi Padre, transformándolos en Mí y consumando esa transformación deseada para gloria de la Trinidad.

¿Por qué temer a un Dios crucificado-aun por mis sacerdotes mismos-, si en la misma cruz pedí perdón para mis verdugos?  ¡Si mi sangre todo lo borra, todo redime, todo lo salda, porque brotó del amor! Que no teman, que Yo soy en ellos el que clama, el que gime en lo hondo de sus corazones, el que lucha en sus luchas y el que triunfará, si ellos lo dejan triunfar, rendidos por la ternura infinita que en estas confidencias los invita, los impele, los conquista, los apremia, porque van directamente a conmover las ocultas fibras de sus corazones.

Vienen estas confidencias, repito, a despertar, a activar, a comprometer, a luchar, a triunfar del espíritu del mal, apoderado de muchos corazones sacerdotales. Y es que el Espíritu Santo esgrime en estas confidencias la espada de dos filos del amor; y no existe en la tierra ni menos puede existir sacerdote, por indigno que sea, que no le conmuevan en alguna íntima fibra del alma el recuerdo del amor divino despreciado, el palpitante amor presente que está pronto a perdonarlo y a colmarlo de caricias.

¡Oh, quiero que todos los sacerdotes vengan a Mí, se indentifiquen conmigo, se unan a mi Corazón y a mi brazo omnipotente, y que recordando su transformación en Mí, no tan sólo perpetúen, sino que la consumen; que realicen todos, por fin, ese grito secular de mi Corazón, la consumación de todos en uno, en mi Padre y en el Espíritu Santo, en la unidad perfecta en la Trinidad!».



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«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXI : Quiero reinar.

MENSAJES DE NUESTRO SEÑOR

 JESUCRISTO PARA SUS PREDILECTOS. 

(“A mis Sacerdotes” de Concepción Cabrera de Armida) 

LXXXI

AMOR Y SACRIFICIO

«Solo confié mi Iglesia al amor, como dije, a la promesa del amor. Sólo entregué mis ovejas a la triple promesa del amor humilde. Amo tanto a las almas, que sólo las doy cuando las cuida el amor divino, cuando las envuelve y las ampara el divino amor.

Y ¡claro está! el amor participa de la unidad, el amor es uno; y si se me ama a Mí, si este amor es puro, si es santo, si es verdadero, imprescindiblemente se ama al mismo tiempo a las  almas, en Mí y para Mí, y también en mis sacerdotes. Yo las amo en ellos por su transformación en Mí.

De tal manera me son queridas las almas, que vine con mi Sangre y con mi vida a conquistarles el cielo. Ahí en ellas está el reflejo de la Trinidad que me subyuga; y volvería a nuevos calvarios por salvar una sola. Y este santo celo quiero que tengan mis sacerdotes, que no les importen mil calvarios para salvarlass; pero este celo santo sólo puede nacer del amor y extenderse por el amor.

Sólo al amor confié Yo prendas tan queridas, repito. Solo al triple juramento de amor las entregué, las puse al amparo paternal, maternal y santo de mi Vicario en la tierra. Yo sé que amándome a Mí, se ama al prójimo; que amándome a Mí, como derivación inmediata y necesaria, se ama a las almas como si fuera Yo mismo; por eso es que en un solo mandamiento hice que se encerrara toda mi doctrina; en el amor puro, en el santo amor que repercute en todas las almas.

El Papa, como San Pedro, como todos los que son otros Yo y me representan a Mí en la tierra, tienen que amarme y amar en Mí a las almas como cosa mía, como si fuera Yo mismo en ellas. Y ciertamente como Dios estoy en ellas, vivo en ellas, porque las almas llevan el sello de mi Divinidad, un destello de Dios mismo.

El alma es un soplo y emanación purísima del mismo Dios, que lleva en sí misma el germen santo de la unidad. Las almas son bellas con la Belleza divina, y puras con la Pureza de Dios, y luminosas con la Luz. Salidas del amor, llevan consigo el amor como principio, y su horizonte y su fin no es otra cosa que el amor. Y por más que sus enemigos las arrastren, las enloden y las desorienten, ellas innatamente, instintivamente, tenderán al amor y no sacarán sus anhelos intensísimos, su sed de lo puro, de lo elevado, de lo santo, sino con el santo y divino amor.

Mi Vicario y sus delegados, Obispos y sacerdotes, forman un solo amor en el Espíritu Santo. La fecundidad del Padre es amor,  y es la que regala al Papa, a sus Cardenales y Delegados, Pastores y sacerdotes; todos participan de esa paternidad espiritual, que es amor. Por eso, el distintivo del Padre universal de la Iglesia en la tierra es al amor, es la solicitud amorosa por todas las almas, y debe ser también el de todos mis Pastores: gobernar por el amor, que es el Espíritu Santo, por la caridad, por la dulzura y no por el rigor,  por la paz, por la suavidad; pero también, en casos necesarios, por la energía que defiende al amor, con los derechos del amor que son divinos.

¡Si mi Iglesia es amor, porque es unidad, y en la unidad está el centro de la caridad, la sustancia del amor! El amor se derrama en el Pontificado por todas las arterias de la Iglesia que es madre, ¡Y las madres son amor! Y el Papa sin duda que me ama más o que debe amarme más que todo el mundo, porque lo asiste muy íntimamente el Espíritu Santo; y en su corazón, como en el Mío, caben todas las almas, todos sus hijos con sus dolores y sus lágrimas. Ese corazón está abierto siempre para aliviar, para bendecir, para conciliar, para unir, para perdonar.

La preocupación constante de mi Vicario en la tierra es conquistar al mundo paganizado para volverlo al centro de la unidad de la Iglesia, al centro de la Trinidad. Sus miradas son siempre de caridad, su solicitud es inagotable, y él carga con todas las cargas de cada Pastor, de cada sacerdote, de cada alma ante mi Padre celestial.

Pero, repito, un gran alivio será para él la transformación de los sacerdotes en Mí, realizada por el amor, por el Espíritu Santo, que es el amor increado, el foco eterno de la eterna unión.

Pues bien, para entregarles las almas a los sacerdotes, necesito asegurarme primero de su amor hacia Mí; y en la medida de su transformación, será la virtud que ellos comuniquen a las almas y el número de las que por su conducto se salven.

Dije antes que un sacerdote no puede ir solo al cielo, sino con el número de almas que me plugo concederle para que por su conducto se santificaran; y repito, el sacerdote debe amarme más que éstos, es decir, más que todos los que lo rodeen y estén a su cargo. Por tanto, el Papa me ama y me debe amar más que el mundo entero. Los pastores de almas me deben amar más que todo su rebaño; los Párrocos, más que todos sus feligreses, y los sacerdotes más que lo que abarquen el radio de almas que a su cargo estén.

Mientras más me amen, es decir mientras más transformados estén en Mí, más almas que me glorifiquen les daré, más gloria en ellas me darán, y más mi Padre los amará.

¿No vemos cómo todo estriba en el amor? ¿cómo cimenté a mi Iglesia en esas dos grandes bases, en la humildad por el amor y en el amor?

No importa que aluna vez mis sacerdotes me hayan desconocido, me hayan ofendido y pospuesto a las cosas de la tierra, que me hayan negado como San Pedro. Mi corazón es infinitamente bueno; sabe olvidar, perdonar y ¡amar! ¡El amor que les tengo a mis sacerdotes es infinito! Pero pido correspondencia, y si su vocación en mi Iglesia es para salvar almas, deben amarme, deben poseer mi Espíritu, impregnarse de mi Espíritu, vivir de mi Espíritu, que es lo mismo que vivir del amor.

Pero amarme no consiste en sólo hacer actos de amor, sino en entregarse al amor sin condiciones, para las inmolaciones todas que exige el amor de Dios y el amor a las almas. Deben los sacerdotes, a mi imitación, ponerse a la disposición de mi Padre para todos los sacrificios; deben mortificarse, ser penitentes, sacrificarse, ofrecerse, hacerse hostias, convertirse en victimas.

Yo fui y sigo siendo Víctima expiatoria, y ellos lo serán. Yo abracé por amor todos los trabajos que traen consigo el apostolado y la salvación de las almas y ellos los abrazarán. Yo me dejé clavar voluntariamente por amor a mi Padre y a las almas en una Cruz, y ellos también lo harán, como mis primeros Apóstoles lo hicieron. Serán almas penitentes, repito, para suplir las deficiencias de las almas sensuales; serán almas inocentes, por la pureza de su vida, porque el dolor inocente y penitente salva.

Mis sacerdotes transformados en Mí vivirán con mi misma vida, inocente y dolorosa, pura, abnegada y siempre amante, y siempre haciendo el bien, y todos amor, que irá creciendo, creciendo en ellos, haciéndoles suave y dulce mi yugo y deliciosa cualquiera voluntad de mi Padre, aunque los crucifique.

Quizá algunos sacerdotes tiemblen ante la perspectiva de transformarse en Mí tal cual soy, amoroso, sí, pero doloroso también. Que no teman, porque Yo todo lo suavizo, lo endulzo, lo transformo y lo divinizo con el Espíritu Santo.

El amor es martirio, pero también el amor es Dios, es el Espíritu Santo, es la complacencia del alma amante que tiene su dicha sólo en aumentar mi gloria (accidental ciertamente), entregándose y dándome más y más almas, aunque le cuesten la vida.

Toda esa fortaleza, toda esa generosidad hasta el heroísmo, se le comunica al alma sacerdotal que se simplifica en Mí, que se transforma en Mí. Y es que entonces no es el hombre y sus inclinaciones y su debilidad natural la que obra, sino una virilidad divina -comunicada-la que lo impulsa por el amor al dolor, al sacrificio, al martirio mismo. Soy Yo en él, el Espíritu Santo en él, quien sustituye al hombre viejo, convirtiéndolo en santo, con el Santo de los santos.

Yo no engaño. La transformación, como he dicho, implica dolor, vencimiento, sacrificio, ¡muerte! Pero el amor es más poderoso que la muerte. ¡Yo morí de amor porque amaba! El Espíritu Santo me inclinó a la Cruz, y desde que la abracé voluntariamente, la cruz se convirtió en amor; y los martirios por amor no son martirios para el alma amante: ¡son amor, puro amor!

Dios sabe endulzar las amarguras de la Cruz.  Dios sabe realizar maravillosos contrasentidos haciendo gozar en el dolor. El amor domina lo que hay de tierra y de natural en el hombre, diviniza los sufrimientos y suaviza las penas; y todavía más: hace a las almas sobreabundar y dilatarse en gozo santo en la cima dolorosa del Calvario.

¡Oh, si todos mis sacerdotes, sin recelo y sin miedo, se entregaran a Mí, se transformaran en Mí, me amaran a Mí y en Mí a las almas, solo en Mí, serían felices, y Yo me vería glorificado con su confianza y la pagaría con las delicias infinitas de mi amor¡

Que me amen y que se inmolen en mi unión. Que se transformen en Mí tal cual soy, todo amor, todo dolor. Pero las penas pasan; y el peso de la gloria, en la consumación de la unidad en la Trinidad, será eterna».

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Etiquetas: Libro A Mis Sacerdotes

«A MIS SACERDOTES» DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXX: El amor y el Espíritu Sánto


Mensajes de Nuestro Señor
 Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXX

EL AMOR Y EL ESPÍRITU SANTO 

«Yo necesité solo una cosa para establecer mi Iglesia en la tierra sobre un fundamento indestructible.  ¿Y cuál fué?  –El amor, sólo el amor; porque mi Iglesia debía fundarse  y crecer en el amor y por el amor, que es su corazón, sus arterias, su alma y su vida: el Amor, es decir, el Espíritu santo todo amor.

Por eso hice aquellas preguntas memorables que se recordarán en todo los siglos, al que iba a ser Jefe supremo de mi Iglesia amada y que repercuten aún el el corazón de todos los Papas. «¿Me amas más que éstos?» Y asegurado mi Corazón de Dios-hombre de ese amor, entregué las almas al Pastor por excelencia que me representa en la tierra; entregué, por decirlo así, al amor, mis amores, es decir, las almas.

¡Qué ternura tiene mi Corazón para con las almas todas! Pero hay que ahondar cómo esa pregunta ternísima que hice a San Pedro de si me amaba para entregarle al mundo redimido, no se dirigía tan solo al primer Pastor de las almas, sino también a todos los obispos y sacerdotes.

Con la Iglesia, Me entregué a Mí mismo, y en Mí, a todos los sacerdotes que la componen, desde el primero hasta el último.  Y el Papa extiende sus facultades, envueltas en amor paternal, a sus ovejas predilectas y amadas, a sus sacerdotes, que forman Conmigo y con él, un solo Jesús, Salvador de las almas.

Tres veces me aseguré de ese amor; porque sólo un alma-amor es digna de representarme, de llevar la fecundidad del Padre-Amor, la semejanza del Verbo-Amor, y de mi Espíritu Amor. Y todo este conjunto de amor une en la unidad de la Trinidad, infaliblemente, a la Cabeza de mi Iglesia militante, y en él a todos sus delegados. Todos ellos son Yo en distintas escalas y jerarquías. Porque mi Padre en el Papa me ve a Mí; y en la unidad de la Iglesia, ve a todos los sacerdotes en Mí: un solo Jesús, un solo Pastor, un solo Sacerdote, un único Salvador.

Es hermoso y divino este engrane y encadenamiento íntimo y único en el mundo de mi Iglesia amada. Y por lo divino de ella nada ni nadie es capaz de conmoverla ni de bambolearla,ni de desarticular su estructura, ni de romper su unidad. Es divino su origen, divina su fecundidad; y el hombre-Dios que habita en ella la defiende, la ampara, la sostiene, la glorifica.

Mientras sostenga a la Iglesia el amor en mi Cabeza y en sus miembros, mientras su Pastor sea Amor (que lo será siempre por la asistencia íntima del Espíritu Santo), pasará por todas las tempestades, perfidias, cismas y guerras del infierno; pero bogará sobre todos los mares de sectas y de falsas doctrinas sin conmoverse, sin hundirse.

Yo soy su Piloto; y por eso, pasarán los siglos, y llegará mi Iglesia tan pura, tan santa, tan Madre, tan todo amor y caridad, como salió de mis manos, hasta tocar las playas del cielo.

No importan las traiciones y persecuciones hasta de los suyos (que son las que más me duelen); ella proseguirá majestuosa su marcha entre mil tormentas, que sólo han servido, sirven y servirán para darle más brillo y glorificarla.

¿Quién contra Dios? Las generaciones pasan, las persecuciones se derrumban, los cismas caen, las luchas se desvanecen, y sólo mi Iglesia, hermosa y pura, santa e incomparable, llegará al fin, tan perfecta e inconmovible como la formé, apoyada en el amor que no se muda porque es divino, por el ser de unidad que la caracteriza, impregnada de amor y sólo esparciendo amor.

Ha llegado el tiempo de exaltar en el mundo al Espíritu Santo, alma de esa Iglesia tan amada, en donde esa Persona divina se derrama con profusión en todos sus actos. Esta última etapa del mundo quiero que se le consagre muy especialmente a este Santo Espíritu, que no obra sino  por el amor. Comenzó a regir a la Iglesia en su principio por tres actos de humilde amor en San Pedro; y quiero que en estos últimos tiempos se acentúe ese amor santo en todos los corazones, amando a la Trinidad; pero especialmente lo quiero en el corazón de mis sacerdotes. Es su turno, es su época, es el final amoroso de mi iglesia para todo el universo.

Por eso vuelvo a pedir que el mundo se consagre al Espíritu Santo muy especialmente, comenzando por todos los miembros de la Iglesia, a ese Espíritu que me anima, a esa tercera Persona de la Santísima Trinidad, que enlaza y unifica a la Trinidad misma, que consuma la vida de Dios; porque Dios es amor y el Espíritu Santo es el alma, es el gran motor divino de la Iglesia, su energía, su corazón, su latido, porque es el Amor.

Y el amor, la caridad, se ha resfriado en el mundo, y éste es el origen de todos los males que lamenta.  Ese  amor divino, único, se le inutiliza, se le neutraliza, se le falsifica, se le suplanta con falsos amores, con mundo y materia, que lo han alejado de los corazones. Y es preciso que vuelva, que triunfe, que cante la victoria de su Dueño y convierta almas y regenere corazones y generaciones.

Pero ¿cuál tiene que ser el principio sólido, verdadero y duradero de esta conmoción universal? ¿Por dónde debe comenzar? -Por mis sacerdotes en su transformación en Mí; esa transformación no es otra cosa que amor, y amor puro y aquilatado; porque es unión, porque acerca a la Trinidad y asimila a Dios.

Yo aseguro que si los sacerdotes todos a una, en la unidad de la Trinidad, emprenden este gran impulso santificador y divino, Satanás quedará derrocado, y la Iglesia purificada en sus sacerdotes; será éste un consuelo para la Santa Sede y un grande obsequio para mi Corazón.

Pero ¿quién facilitará esto? Sólo el Espíritu Santo contrarrestará lo material con lo divino, sólo la Persona del Amor comunicará amor; entonces todo se salvará.

Que mis sacerdotes todos, con la mano en el pecho, me contesten a la pregunta que le hice a San Pedro – «¿Me amas más que éstos?» – y que responda su corazón y se arrojen confiados al Espíritu Santo, que está pronto a derramarse en los corazones que más ama y en los que anhela explayar sus carismas, bendiciones y dones con profusión.

¡Cuánto le deben mis sacerdotes al Espíritu Santo! Pues que le prueben su gratitud, consagrándolediócesis, parroquias y templos; pero sobre todo, sus corazones, transformados en su consumación en Mí, y en Mí y por Mí, en el Padre.

Deben mis sacerdotes amar al Padre y al Verbo con el mismo amor con que el Padre y el Verbo se aman; con el mismo  Espíritu Santo. Deben amar a la Iglesia, a su vocación sacerdotal y a las almas también con el Espíritu Santo. El Corazón de María, nido purísimo del Espíritu Santo, los conducirá a Él, y con Él, su transformación en Mí será completa, será perfecta, y quedará complacido y satisfecho mi anhelo de consumarlos por fin en la unidad de la Trinidad».

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